En el cajón de un niño llamado Lucas, encontramos un par de pantalones vaqueros relucientes y recién comprados. Eran de un azul intenso y estaban tan tiesos que casi se sostenían solos.
Los primeros días fueron un sueño. Los Pantalones Vaqueros se sentían importantes y a la moda. Pero a Lucas no le gustaba la quietud. Pronto, los vaqueros se encontraron deslizándose por toboganes, gateando bajo mesas de picnic y, lo peor de todo, arrodillándose en el duro cemento mientras Lucas jugaba a las canicas.
Una tarde, mientras Lucas subía a un árbol con sus amigos, se oyó un crujido. Al llegar la noche, a la luz de la luna que entraba por la ventana, los Pantalones Vaqueros miraron sus piernas. Sus hermosas rodillas estaban rotas, con hilos deshilachados que colgaban como lágrimas secas.
Una tristeza profunda invadió a los pantalones. "Se acabó," gimió el tejido. "Ya no sirvo. Me tirarán a la basura. Mi vida útil ha terminado."
En el mismo cajón, un par de pantalones de Terciopelo, que solo se usaban para las visitas a la abuela, lo miraron por encima de la pretina.
"Vaya desastre," bufó el Terciopelo con una soberbia suave pero cruel. "Qué falta de cuidado. Ahora no eres más que un andrajo. Es lo que pasa cuando uno se expone demasiado. Yo, en cambio, sigo impoluto y elegante." Y el Terciopelo se giró, temiendo contagiarse de la desgracia.
A la mañana siguiente, no fue el cesto de la ropa sucia lo que encontró a los Vaqueros, sino las manos de la abuela de Lucas. Ella los inspeccionó y, en lugar de tirarlos, sonrió.
Unas horas después, Lucas se probó sus pantalones. El pantalón vaquero sintió algo nuevo: sus rodillas ya no estaban deshilachadas, sino cubiertas con dos parches de tela colorida, uno con un pequeño cohete y el otro con un sol sonriente. No eran perfectos, pero eran fuertes y, de alguna forma, más interesantes que antes.
Lucas gritó de alegría. "¡Son geniales, abuela! ¡Ahora son mis pantalones de aventuras!" Y salió corriendo a jugar.
El Pantalón Vaquero sintió el viento y el sol de nuevo. Se dio cuenta de algo maravilloso: Las rodillas remendadas no eran el final, sino una prueba de todo lo vivido. Esos parches eran sus cicatrices, sus medallas por haber sido testigo de tantas risas y hazañas. Las cicatrices no significaban que la vida se había acabado, sino que la vida había valido la pena; y con esos parches, estaban listos para muchísimas más aventuras.
Y el pantalón vaquero pensó: "la vida nos dejará marcas y, aunque a veces duelan o nos hagan sentir "rotos", estas cicatrices no nos quitan valor, sino que lo aumentan. Son la prueba de que hemos vivido, amado, caído y nos hemos levantado de nuevo."
Imagen tomada de Marcaropa.
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