Fábula de los perezosos

En un recóndito rincón de la selva tropical, donde las hojas eran gigantes y la luz del sol se filtraba con parsimonia, vivía una comunidad de perezosos. Eran conocidos por su inquebrantable paciencia y su filosofía de vida: la cautela era la virtud suprema. Se movían tan despacio que el musgo crecía sobre sus espaldas y las mariposas los confundían con una rama más. La vida transcurría sin sobresaltos, hoja a hoja, rama a rama.

Entre ellos, sin embargo, destacaba una joven perezosa llamada Liana. A diferencia de sus parientes, Liana sentía una punzada de curiosidad por el mundo que se extendía más allá de su árbol. Quería alcanzar las lianas más altas, saborear las flores más lejanas y ver el río que, según contaban los mayores, brillaba como un espejo.

Una tarde, mientras la comunidad sesteaba, Liana se preparaba para una pequeña expedición. Fue entonces cuando su tía, una perezosa venerable llamada Cautela, la detuvo con una mirada de preocupación. "Mi querida Liana", le susurró con voz pausada, "no olvides que la cautela es nuestra armadura. Es mejor no ponerse en peligro, seguir siendo lentos y cautos para al final no hacer nada". Su filosofía era que, si no se hacía nada, tampoco se podía cometer un error.

Un tercer perezoso, el sabio anciano de la comunidad, intervino. "La tía Cautela tiene razón en parte, Liana. Es importante llegar a algo, sí, pero con tanta cautela que no se pueda errar. El camino seguro es el que no tiene tropiezos". Para él, el objetivo era alcanzar una meta, pero sin asumir ningún riesgo.

Liana miró a sus mayores con cariño y respeto, pero también con una firmeza que no conocían en ella. "Entiendo su sabiduría", les dijo, "pero no puedo estar de acuerdo. Si bien es cierto que no debemos errar, el verdadero objetivo es acertar. El acierto no se encuentra en la inacción ni en la cautela excesiva, sino en la valentía de ir un poco más allá de lo que se espera de nosotros. Arriesgarse, aunque sea con prudencia, nos permite descubrir nuevas ramas y, tal vez, nuevos horizontes".

Con esas palabras, Liana se deslizó con una agilidad inusual por una liana más fina de lo habitual, una que la mayoría de los perezosos considerarían un riesgo innecesario. Los demás la observaron, expectantes. Liana se movió lentamente, pero con un propósito claro. Alcanzó una rama con flores de un color que nunca habían visto. No solo eso, sino que, a su regreso, trajo consigo una gran hoja que guardaba pequeñas gotas de agua de lluvia, algo que no se encontraba fácilmente.

Los perezosos la recibieron con asombro. Liana no había errado, sino que había acertado en su búsqueda. Les demostró que a veces, para acertar, hay que atreverse a ir más allá del miedo a errar. Desde ese día, Liana se convirtió en una guía para su comunidad, mostrándoles que la vida era más que simplemente existir sin hacer nada. A partir de entonces, su lema fue: "La cautela es buena, pero la valentía de acertar es aún mejor".