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October 16, 2025

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El burrito que no pudo sanar

En una hacienda, había un burrito que tiraba del arado y movía la noria con una voluntad inquebrantable. Trabajaba desde el alba hasta que la sombra se tragaba la luz. No había faena que no cumpliera.

Pero el dueño del burrito, que mandaba siempre con crueldad, encontraba un motivo para la queja de su burrito. Siempre un “no es suficiente”, un “podrías haber hecho más”. Al principio eran solo palabras ásperas, luego vinieron los golpes. El burrito, que tiraba del arado con diligencia, aguantaba el dolor y seguía con su labor, siempre en silencio. Sin embargo, al dueño ya no le bastaba la obediencia, ni el esfuerzo sin límites; parecía encontrar un oscuro deleite en el castigo.

El hijo de aquel dueño cruel, un muchacho con ojos que veían la injusticia, observaba todo con el corazón encogido. Sabía que alzar la voz solo le traería a él el látigo. Por eso, esperaba a la noche para cuidar del burrito. Cuando el sol se iba, se acercaba en secreto al burrito, con ungüentos suaves. Limpiaba y vendaba las llagas, y le daba un puñado extra de grano fresco. Sus manos eran el consuelo en la oscuridad del pobre animal.

Un día, el dueño no despertó. El muchacho heredó la hacienda.

El nuevo dueño dedicó su esfuerzo a sanar las heridas del burrito. Bajo su cuidado, el burrito trabajador conoció el buen pasto, el cobijo seguro, la caricia sin miedo. Recibió afecto genuino, y sus heridas comenzaron a cerrarse. Las llagas sanaron, una a una, dejando solo cicatrices pálidas.

El joven, queriendo colmar su vida de alegría, le trajo una compañera, y pronto tuvieron crías sanas y fuertes, que solo conocieron la bondad y la mano que acaricia del joven dueño.

Pero una de las llagas, la más profunda, se resistía al olvido. De vez en cuando, sin aviso, se abría un poco y dejaba escapar una gota de pus. El nuevo dueño se alarmó. Llamó al veterinario, que sabía de remedios, y probaron ungüentos de todo tipo, polvos y emplastos. Nada funcionó.

El burrito pudo vivir muchos años una vida plena y feliz, rodeado de su familia y del cariño sincero de su dueño.

Pero al final de sus días, la herida rebelde seguía allí. El joven, ahora un hombre sabio, comprendió. El dolor del alma, el daño causado por la maldad constante, no había sido solo piel y músculo. Ese dolor se había clavado tan hondo que ninguna medicina terrenal podía cerrarlo del todo. Tuvo el consuelo de haber hecho todo lo posible por dejar el pasado en el pasado y dar un presente próspero al burrito, pero sabía que el golpe que no se ve, el que se incrusta en el espíritu, a veces no sana del todo, solo se calma.

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