Última Miniliteratura. Se supone que es el primer capítulo de una novela de aventuras y de humor, con tintes de ciencia ficción. No está mal el asunto.
Relato para el Taller Literario del diez de abril de 2008.
Remigio inaugura la jornada.
Remigio llega a los pies de la escalera de la puerta principal de su empresa. En la parte superior se puede leer un cartel de letras que en un pasado mejor se iluminaban por la noche. Hace años que nadie ha cambiado los fluorescentes para que se vea bonito y puede que ya no haya manera de arreglarlo. Se lee con claridad “Compañía VN S.A.”. Nunca se ha planteado Remigio qué significa esa “VN” y con lo vago que es, seguro que no lo hará.
― ¡Anda, un euro! ― Remigio se agacha a coger el preciado tesoro (hoy no le costará el café ni un céntimo). ¡Qué suerte!
Abre la puerta y ¡Plam!, un golpetazo. Después de más de quince años en la empresa, aún no se ha enterado de cómo hay que abrir la puerta.
― Hacia ti, Remigio, hacia ti. ― El portero de la empresa, Faustino, le recuerda, como cada día la manera de abrir la puerta. Faustino lleva más de treinta años en la empresa y nunca había visto a nadie tan despistado como Remigio. Y eso, viniendo de un portero tan veterano, ya es mucho decir. Remigio, allá donde fuere, siempre iba haciendo escuela.
― Buenos días Faustino, ¿cómo estas? ― preguntó Remigio. Aunque le tocaba las narices tener que ver a ese tipejo todos los días, Remigio guardaba las composturas.
― ¿Es que te importa? ― dijo el saleroso de Faustino ―. Pues con mis achaques y mis historias, así que no me molestes.
― Bueno, hala, hasta luego ―. Remigio dijo eso, pero seguro que en realidad le deseó una buena rotura de tripas. De nada.
― ¿Qué pasa, Remigio? ¿Cómo van las cosas? ― Era Hilario. El amigo de Remigio. El único amigo, la verdad. Bueno, Remigio solía ganar amigos cuando pagaba alguna ronda en la cafetería de la empresa. Pero esos amigos se ganaban y se perdían a la misma velocidad.
― Hola Hilario. Pues aquí, ya ves. Que esta mañana no tenía nada que hacer y me he dicho, ¡vamos a echar una decena de horas en la oficina y así se te pone el cuerpo serrano para la tarde!
― ¡Anda, chaval, si vives como un pepote!
Hilario apartó la vista de Remigio y le cambió el semblante. Pasó de un gesto coñero y avispado a una cara de borrego degollado.
― ¿Qué pasa? ― pregunta Remigio al tiempo que gira la cabeza para buscar con la mirada el objetivo de esa cara de palurdo. Da con Blanca
― Ahí está ― la voz de Hilario se vuelve un hilillo de sonido. La cara se le ilumina. ― Jo, qué buena que está.
El objetivo del ese pedazo de piropo era Blanca. Blanca Bósforo. El amor secreto de Hilario (eso cree él, pero es tan evidente el baboseo que se trae que toda la empresa lo sabe). Remigio la mira y, la verdad, no entiende tanta pasión. Es una chica delgadurria, no muy alta pero al ser tan flaquita parece más esbelta. Tiene los ojos bonitos, eso sí, pero el pelo… A Remigio no le gusta. Lleva un teñido rojizo que a duras penas tapa el teñido anterior, rubio (perdón, más bien amarillo) y va con pintillas hippies. Que si colgantes, que si pendientes que parecen Hulahops, en fin. Nada de interés.
― ¡Hola muchachos! ―. Blanca pasa por delante de los dos compañeros. La verdad es que es muy simpática. Y si la miras bien, pues que no está mal la chica. Tiene un par de años más que Hilario (que hace un mes cumplió los treinta y siete), pero como va vestida tan juvenil (o estrafalaria, según quién mire) da la sensación de tener menos edad que Hilario, más clasicote.
Dejemos a nuestros amigos hablando de sus cosas. Ayer hubo partido del Real Club Discóbolo. Remigio debe ser el único hincha del equipo junto con las madres de los jugadores. Los padres, con mejor criterio, seguro que son de algún club de primera división. Una cosa es la familia y otra muy distinta el fútbol. Y ya sabemos, la prioridad es el deporte rey, ¡faltaría más!
La empresa cuenta con varias plantas. Remigio trabaja en la segunda, donde nadie que no esté invitado puede ir. Es la más fea de las tres con que cuenta el edificio, más la planta baja. Hilario trabaja en la primera, delante de un ordenador y en un cubículo en el que ha colgado fotos de la USS Enterprise y de Leia Organa, esclava de Java el Hutt. No las tiene muy vistosas, porque no le dejan poner fotos. Los demás compañeros ponen fotos de sus hijos, algunos de sus maridos o mujeres y sobre todo de sus proezas, principalmente de lo que han pescado: fotos de peces, del coche, del último ligue, de la última cogorza.
La luz de los fluorescentes da un calor importante, por lo que la gente suda y el olorcillo es tenue, sobretodo por los ambientadores que disparan a modo de salvas un poco de perfume vaporizado cada cinco minutos. A pesar de todo, huele a una mezcla de Channel nº5, ambientador de garrafón y Eau de Cabra. Pero hay un olor que predomina: el de los tonners de las copiadoras y las impresoras láser.
Hilario y Remigio cogen el ascensor. Son así de vagos. Uno sólo tiene que subir un tramo de escaleras. El otro, como vive en un bajo, quiere usarlo para sentirse importante. A todo correr llega Ana.
― ¡Esperadme, esperadme, que yo también quiero subir! ― Es Ana, Ana Ceto. Para sus amigos es Annie, pero para sus jefes es Anita. ¡Y no veas cómo le jode!
― Hola Ana ― Remigio, muy educadito él, saluda a su compañera. Siempre se habían llevado bien.
Cuando se estaba cerrando la puerta, una mano fuerte, como de Conan el Bárbaro, impide que el ascensor sigua su camino. Es Víctor González, el jefecillo de la subdirección donde trabaja Ana. Va trajeado de manera impecable y el pelo engominado, a lo PelotazoMan. Ana está chalada por él. Sólo el rubor de sus mejillas deja adivinar sus pensamientos, aunque las enormes gafas impiden que se vea abiertamente.
― ¡Vaya, la colección de frikis de la empresa! ―. Víctor es, como podéis comprobar, un imbécil. Realmente no es tan malo, pero el cargo se le ha subido a la cabeza y necesita una cura de humildad.
― ¡Coño, el Mariconde! ― Gracias Hilario. ¡Tú si que vales!
― Hilario, no me toques las narices que te la monto ― Víctor había sido herido en lo que más le importaba… el orgullo. (¡Qué mal pensados que sois! Lo otro también le importa, pero cuando está trabajando tiene claro las prioridades).
― ¡Vale, vale! ― interrumpe Remigio. ― Haya paz.
Cada uno va a su cubículo (Víctor no, que tiene despacho, que para eso es jefe de sección). Remigio ve sus papeles sobre la mesa. Cualquiera se deprimiría de ver tanto follón, pero eso es algo que no le importa a Remigio. Se sienta y bosteza (¡pero si aún no has hecho nada, holgazán!). Lo único personal que hay sobre la mesa (la roña y el polvo no cuentan) es un banderín del R. C. Discóbolo. Por no haber, no hay ni bolígrafos. Luego se levantará a pedirlos. Se rasca la oreja y ahonda en la cuestión. Al final saca un trocito de cera, como Shrek y lo olisquea. La verdad es que Remigio no entiende cómo no le puede gustar a la gente ese aroma. Alguna vez lo ha hecho en público, inconscientemente, y la gente le miraba con asco. A él le parece algo maravilloso. A pesar de todo, ha aprendido a no hacerlo delante de la gente. Chico listo.
Vuelve a bostezar (el exceso de trabajo, se entiende) y revisa los papeles con una gana que haría palidecer de vergüenza al más vago de los vagos (¡Anda, pero si ese es Remigio! ¡Otra vez que bates tu propio record de vagancia! ¡Campeón!). Hay cosas atrasadas que deberían haber salido hace semanas, pero no pasa nada. Que no cunda el pánico. El trabajo de Remigio es tan poco trascendente que no se va a hundir la empresa por ello.
Una carpeta tras otra van pasando por las manos diligentes (es un decir) de Remigio. Al cabo de unos minutos, lo único que ha ocurrido es que los dedos de Remigio están sucios por el polvo acumulado en los informes. Sin saber cómo, una carpeta distinta se encuentra delante de él. Debe haberse traspapelado desde las más altas instancias a las catacumbas, es decir, a la mesa de Remigio. Se puede leer claramente “Proyecto Cartago”. ¿Qué leches será eso? La VN hace muchas cosas por encargo para otras empresas más importantes (y ser más importante que VN no requiere mucho esfuerzo). Puede que sea importante, pero está en chino. Bueno, en realidad está en inglés, pero para Remigio es igual. Siempre ha tenido ese don con los idiomas. Cuanto más tiempo le dedica a aprender inglés, menos se entera de lo que le dicen. En eso está en la media española. Para una cosa en la que podía despuntar.
Remigio se levanta y se dirige al puesto de Ana.
― Oye, Ana, ¿sabes qué es esto? ― Le entrega la carpetilla y Ana la recoge sin emoción.
Empieza a leer y se ve cómo los ojos se salen de sus órbitas. Menos mal que estaban las gafas para impedir que se le cayeran.
― ¿Dónde has sacado tú esto? ― Ana está temblando ―. Es información confidencial de otra empresa para la que estamos trabajando. ¡Sube corriendo a dárselo a los de la planta tercera antes de que se te caiga aún más el pelo (recordemos que Remigio es calvo).
Cuando Remigio iba a salir corriendo, cual plusmarquista maratoniano, (porque el es así. ¿Para qué pensar si alguien te dice lo que tienes que hacer), Ana le vuelve a coger la carpetilla. Remigio se queda suspendido en el aire unos instantes y consigue volver a poner los pies en el suelo.
― Déjame que lea un poco. ― Ana revisa a tal velocidad el documento que más que leerlo lo escanea.
― ¿Qué pone? ― Remigio siente curiosidad. Por fin se ha despertado.
― ¡Es increíble! VN está participando en un proyecto de ingeniería genética. Si es verdad lo que pone aquí ― en ese momento descubre que había un TOP Secret en la primera hoja ― será posible hacer modificaciones del código genético para crear a partir de casi nada cualquier cosa.
― ¿Mande? ― ¡Muy bien Remigio! Como siempre el menos espabilado.
― Pues que si quieren podrían hacer una vaca con una maquinita. O una persona.
― ¿Y para qué quieren una vaca?
― Anda, Remigio, corre a toda mecha a darle el documento a Castalia.
Castalia, Néstor Castalia. Ese nombre pone los pocos pelos de punta a Remigio. Es una mala bestia. Si supiese de mitología, Remigio hubiera pensado que tenía que bajar a los infiernos a vérselas con Cancerbero, el perro de tres cabezas. Remigio no sabe mucho de mitología, pero sí de Castalia. Ya han conseguido ponerle nervioso. ¡Pobrecito mi niño!
Remigio reanuda su carrera. Lleva un susto encima de campeonato.
Pasando por las puertas de los baños, se da cuenta de que tiene necesidad de usarlos. Una de las muchas virtudes de Remigio es su colon nervioso. Cuando se pone nervioso, se caga patas abajo. Literalmente. Así que entra corriendo y se sienta en el trono. Cuando la naturaleza va haciendo su función y se alivian las ganas, el cerebro vuelve a ponerse en marcha.
En estas que Remigio se da cuenta de que lleva la carpetilla en las manos. Mal sitio. Mal lugar. Remigio es de los que sabe hacer cosas con una sola mano y no muchas. Sumemos los elementos; carpetilla importantísima, por un lado, papel higiénico, por otro. Huston, tenemos un problema.
Pero las cosas no se quedan ahí. Remigio sigue cavilando. Y eso, se lo digo por experiencia, es un problema. Cuando entró en el baño iba con tanta prisa que… ¿dónde se había metido? Me parece a mí que no era la puerta de la derecha, sino la de la izquierda. ¿Pudiera ser que estuviera sentado en una taza del servicio de mujeres? ¡Bingo! En el servicio de caballeros, los mingitorios están a la izquierda, según se entra, y las cabinas de las tazas a la derecha.
Y él está sentado a la izquierda. ¡Madre mía! Termina todo lo rápido que puede y se limpia con celeridad. Por los nervios comprueba que ha dado con la carpeta en la pared y se ha estropeado un poco. Se sube los pantalones y abre la puerta. Delante de él, los lavabos. No hay duda. Se ha equivocado de sitio. Si le pillan, se le ha caído el pelo. Me viene a la cabeza la fantasía de muchos de mis compañeros en el instituto de meterse en el baño de las chicas para espiarlas. Creo que Remigio en este momento no está para muchos sueños eróticos. Más bien está viviendo una pesadilla.
Con cautela, abre la puertecilla de la cabina y se dispone a salir sigilosamente cuando escucha la puerta de entrada. ¡Alguien entra! A toda pastilla se mete otra vez en la cabina y cierra la puerta. Un paso firme remarcado por un taconeo rítmico se acerca donde está él. Suena el agua que corre del grifo justo enfrente de donde se encuentra Remigio.
Remigio, asustadito pone los pies en la taza y asoma la cabeza por encima de la puerta. No es muy alto, la verdad, pero tampoco bajo. Mide un metro y sesenta y ocho centímetros. Eso es algo que siempre le había fastidiado. Por dos malditos centímetros no llegaba al metro setenta. Así son los complejos de Remigio. Pequeñitos.
Allí está una muchacha que nunca antes había visto. Por la planta primera nunca recibían visitas y menos tan atractivas. Entonces se da cuenta de que hay un espejo y ve el reflejo de la chica. ¡Es guapísima! También se da cuenta de que a él le pueden ver reflejado. La muchacha levanta la mirada y Remigio bucea literalmente en la cabina dándose un trompazo enorme. Qué decir tiene, que los documentos reciben parte del impacto y terminan hechos un gurruño. Menos mal, a pesar de todo, de que se encuentra en el servicio de señoras, porque el suelo está limpio. El baño de caballeros suele tener un suelo húmedo y pegadizo.
Con la cabeza en el suelo ve las piernas de la muchacha ya que lleva minifalda (negra, por si querían saberlo. Va vestida con un traje femenino con chaquetilla a juego y blusa blanca. La melena castaña). Nuestro héroe se ha enamorado a primera vista. Son unas piernas preciosas y un pelín regordetas. ¡Esta chica es un bellezón!
― ¿Te has hecho daño? ― pregunta la mujer.
Remigio no sabe qué hacer. En ese momento actúa por instinto.
― ¡No es nada! Me he resbalado. ― la voz que suena es lo más aflautado que ha podido conseguir Remigio jamás. Si hay suerte no se dará cuenta de que se ha colado un hombre en el servicio de señoras.
― Ah, bueno. Me alegro. Hasta luego. ― Se oye el taconeo en dirección a la salida y la puerta se cierra.
Tras unos segundos de contención de la respiración, parece que no se oye nada. Remigio sale, lo más silencioso posible y abre la puerta. Nadie. Realmente, aunque ha sido un mal trago, ha merecido la pierna. ¡Uy, perdón! ¿En qué estaría pensando? Había merecido la pena, quise decir.
Luego, la cruda realidad. El documento había vivido momentos mejores. Ahora estaba arrugado y parte de la solapa estaba doblada. Bueno, no sólo de la solapa. También muchas hojas de la primera parte estaban hechas cisco. ¿Qué hacer?
A grandes males, grandes remedios. Remigio volvió a su mesa y estiró sobre ella el informe. “Cartago Project”, ¿qué leches sería aquello? Plantó encima una pila de papeles y se apoyó sobre ella. Tras unos segundos, retiró los papeles y ¡Voilá! Allí estaba el documento más alisadito. Cualquiera hubiera pensado que estaban impresentables, igual de mal que al principio de la faena, pero Remigio tiene unos estándares de lo que es presentable que dejan mucho que desear. Se le iluminó la carilla y se dijo “ya está”.
Otra vez a la carrera. Si Remigio despertase la más mínima curiosidad, alguien se hubiera preguntado, “¿qué hace este majadero?” Pero Remigio es el hombre medio por antonomasia. Medio listo, medio gracioso, medio pelo. En definitiva; medio hombre. No despierta pasiones de ningún tipo. Por no despertarse, casi ni se despierta por la mañana.
Remigio llega sofocado al ascensor. Pulsa el botón para ascender. No es que vaya a ser más alto después o que le vayan a subir el sueldo. Más bien todo lo contrario. Puede que se le caiga el pelo, el poco que le queda, que se lleve una buena bronca y que su puesto peligre. Después de esta volverá a la segunda planta más achicadito, más apalizado.
Ding dong. Las puertas del ascensor se abren y bajan varios compañeros de Remigio en la segunda planta. Sonríe bobalicón, siguiéndoles con la mirada y entra en el ascensor, que se ha quedado vacío. Su dedo se dirige tembloroso al botón de la tercera planta. Casi no se da cuenta de que lo ha pulsado. Así me lleva la vida mi niño. ¡Casi no se da cuenta de nada! Que todo lo haces porque sí, Remigio.
El viaje dura cinco segundos, a lo sumo. La puerta se vuelve a abrir y se encuentra en territorio comanche. La tercera planta esta no oficialmente prohibida para los plebeyos de la segunda que fueran gerifaltes de primera.
La primera visión, una secretaria estupenda. La chica era guapa, pero guapa de verdad. Se llama Diana. Hasta ahí todo bien, pero hay algo que la marcó de por vida. Se apellida Tecla. ¡Tecla! Si eres Diana Tecla está todo sentenciado por los hados del destino. ¡Vas a ser secretaria!
― Hola, ¿qué desea? ― la voz dulce y aterciopelada de la muchacha recibe a Remigio.
― Hola, buenas. Es que yo, en principio, venía para entregar estos papeles a… bueno a quién corresponda ―. Remigio sudaba la gota gorda. Nunca en su vida había trabajado tanto. ¡No te estreses, hombre!
― A ver, déjeme ver.
Blanca inspecciona la carpetilla arrugada que le proporciona Remigio. La primera mirada es de total hastío. La abre y los ojos empiezan a abrirse prodigiosamente. Unas cuantas páginas más y se le salen de las cuencas. Vuelta a la primera página y a las cubiertas. “Cartago Project”.
― ¿De dónde ha salido esto? ― dice Diana.
― Pues… ― ¡Caramba, Remigio, qué bien te expresas!
― Espere un momento. Voy a llamar al secretario personal de Don Eloy.
Un jarro de agua fría recorrió a Remigio desde la coronilla hasta los talones. El secretario del jefe es Néstor Castalia. ¡Y da un miedo! La bronca la daba por hecha, pero no tener a Torquemada como inquisidor. De esta no salía. Bueno salía, pero volando, por la puerta grande y de una patada en el trasero.
Remigio es propenso al sudor, pero en este momento tan aciago podría servir como surtidor en una plaza pública. Diana se precipita en la oficina de la izquierda, al fondo, llevando el documento que traía Remigio y desaparece. Todo se queda en silencio. Por unos segundos. Y luego por otros más. Así hasta un minuto. Y luego otro. Creo que ya lo van pillando.
Sale Diana y se dirige a Remigio, con cara circunspecta, que aquí quiere decir “te va a caer una gorda”.
― A ver, déjeme ver, ¿cómo se llama usted? ― pregunta Diana algo sofocada.
― Soy Remigio, de la planta tercera. Es que he encontrado estos papeles entre los míos. Pienso que se ha traspapelado y…
― A ver, sígame ―. Pobre Remigio. Esta chica no te va a dejar terminar un frase entera.
Ambos se dirigen a la oficina del jefe. Recuerdan a un alguacil seguido por el reo de muerte camino del patíbulo.
― ¿Señor Castalia? ― interrumpe Diana. ― Aquí le traigo al empleado que ha traído el proyecto. Se llama Remigio.
Diana mira a Remigio. En la mirada se puede leer “pobrecito”. Se retira y Remigio puede ver cómo se vuelve a incorporar a su mesa de recepción.
― ¿Remigio, verdad? ― Una voz inquisitiva despierta a Remigio de su impavidez.
― Sí. Sí, soy yo Remigio ―. Torpemente acerca la mano para estrecharla con su interlocutor, pero este no la recibe. Remigio se la guarda en un bolsillo.
― Vamos a ver. Esto que trae usted aquí es muy importante para la empresa.
― Sí, señor sí.
― ¿Sí, señor? ¿Es que usted conoce algo de lo que se cuenta en este documento?
Remigio se pone colorado cuando le miran.
― No, quiero decir, bueno… en principio parece importante, pero no lo he leído.
― ¡Ni falta que hace! Espere aquí un momento.
Néstor Castalia sale del despacho por una puerta distinta a la empleada por Remigio y Diana. Esta vez sí que se acabó todo. Va directamente a hablar con el Gran Manitú y es tu fin. Te van acusar de espionaje industrial, de perjudicar a la empresa, del hundimiento del Titánic. ¿Cómo vas a salir de esta, muchacho?
Del sudor pasa a los temblores en las extremidades. Y Remigio, que se conoce sabe que eso no es el final. Después viene el colon irritable. Si la tensión le produce sudores y el miedo temblores, el miedo extremo produce catástrofes. ¡Ay, madre mía!
― Remigio, pase al despacho del Señor Director.
La voz de Néstor casi le produce un infarto a Remigio. Y si no, otra cosa. Hay gente que dice que los problemas de gases se pueden confundir con un problema cardiaco agudo.
Remigio pasa al despacho contiguo. Eloy Mequinenza, director de la compañía VN S.A. Eso es lo que se lee en la plaquita que sirve de preámbulo a la bronca del jefe. Tiene cara de pocos amigos. Y mira que es raro que la gente de dinero (pero de dinero de verdad) tenga pocos amigos. Los necesitó para llegar donde está y se le pegan cuando se siente generoso.
Hoy, la verdad, no parece muy generoso. Sin lugar a dudas está preocupado. Y mosqueado.
― Señor Mequinenza, este es Remigio, el empleado que ha encontrado el documento, según dice, traspapelado ―. Néstor Castalia toma asiento. El único que queda de pie ahora e Remigio.
― Vamos por partes ― Eloy Mequinenza da por abierta la causa. ― ¿Cómo es posible que este documento importantísimo para la empresa se encuentre en su mesa, así, como el que no quiere la cosa, por casualidad?
― En principio ― Remigio habla titubeante, nervioso, pero con la tensión justa para poder defenderse e improvisar ― no creo que se haya dado cuenta nadie de que estos papeles han llegado a mi sección, señor. Todo se filtra desde el servicio de correo interno hasta llegar a la segunda planta, señor.
― En cualquier caso, hay una cosa clara ― interrumpe Néstor Castalia para dar más leña al fuego, si cabe. ― No creo que este documento haya pasado por la segunda planta sin haber sido leído. Mire usted cómo está de usado. ¿Está seguro, después de ver la prueba, de que nadie lo ha leído?
Remigio recuerda el incidente en el baño de señoras. ¿Cómo explicar todo sin caer en un nuevo problema? Mejor será no decir nada del asunto y dejarlo como que se ha estropeado en el envío interno y que piensen lo que quieran. ¡Muy bien jugado, Remigio!
― No lo sé, señor. En principio, nadie tiene por qué rebuscar en los documentos que yo archivo, señor. Es probable que el documento viniese así.
¡Ay, Remigio, que has metido la pata!
― Es probable o estaba así desde el principio ― Eloy Mequinenza ha estado ahí hábil y te ha cazado, Remigio. ― Además, ¿cómo explica que esté mojado?
¿No me digas, Remigio, que se había empapado? ¡Qué cochinada! ¡Eres un desastre, hombre!
Remigio se ha quedado sin argumentos. Su cuerpo ha pasado a la fase tres. Estamos a punto de abrir las compuertas traseras.
― Bien, ― Eloy Mequinenza rompe el silencio. ― Vamos por partes. Si lo que parece es que estos documentos se han traspapelado, usted no tiene ninguna culpa de nada y puede irse a seguir con su tarea. No obstante, como dudamos de la verosimilitud de su versión, principalmente por el estado del mismo, considero que debemos abrir una investigación interna. Remigio, está usted bajo aviso y como sospechoso de cualquier mal uso que se haya hecho de esta información confidencial. Vuelva a su puesto.
― Gracias, señor. ― Remigio dice condescendientemente. ¡Qué lástima tener que sufrir las consecuencias de algo en lo que nos has tenido arte ni parte! Y es que el mundo está lleno de injusticias, Remigio, y esta te ha tocado a ti.
Remigio sale del despacho, aliviado por no haber sufrido un castigo inmediato, pero seguro de que los problemas le van a crecer más que el pelo. Pero ahora hay un problema acuciante al que hay que poner remedio inmediato. ¡Hay que buscar un baño!
Remigio ha salido solo. Y en el pasillo no está Diana, para pedirle permiso para usar los urinarios de los jefes. No hay remedio, hay que aventurarse en los más vetados entresijos de la empresa, sólo actos para iniciados. ¡Pero es que la naturaleza no puede esperar!
Allí están los servicios de la tercera planta. Remigio entra rápido con una cadencia que va acelerándose desde el Allegro moderato hasta el presto e con fuoco. Casi no le da tiempo a quitarse los pantalones.
La cosa no va rápida, como él desearía. Es la segunda vez en menos de una hora que usa los sanitarios y poco hay allí. Está muy nervioso, por si le pillan. Escucha la puerta del despacho del jefe y le parece que alguien ha salido. Pasa el rato y no se oye ningún ruido. Pensándolo bien, es probable que Diana haya bajado a tomar el café. Está solo. No va a haber enemigo a la vista cuando salga.
¡Que te crees tú eso!
Cuando Remigio sale camino del ascensor, oye los pasos firmes del taconeo que ya conoce. Aquella mujer tan atractiva que casi le pilla en el baño de señoras de la segunda planta se dirige hacia él. ¡Corre Remigio!
Sin pensarlo dos veces abre una puerta de lo que él piensa que es un despacho y se encierra. Pero no, hoy no le sale nada bien. ¡Se ha metido en el cuarto de los trastos de limpieza! Para mayor desgracia, parece que no hay posibilidad de abrir la puerta desde dentro. ¡Te has quedado atrapado, Remigio!
Mira por la cerradura (una de esas antiguas que se puede ver todo a través de ellas) y ve cómo la mujer estupenda que se había encontrado en el baño de señoras se arrima sugerentemente a su jefe.
― Hola, Eloy ―. La voz es tremenda. Ni Matahari pondría ese tono tan sensual. ― He venido a verte.
― Ya veo, ya ―. El jefe, tan inflexible como aparentaba ante Remigio, temblaba como un junco en presencia de esta mujer misteriosa. ― ¿Qué quieres, Margarita?
― Margot, ya sabes cómo tienes que llamarme.
― Sí, sí. Vamos por partes ―. Parece mentira. ¡Vaya calzonazos que está hecho el jefe!
― He venido hoy porque a nuestra empresa le está dando la impresión de que VN no está cumpliendo con los plazos previstos. Sería necesario una revisión del contrato, por inclumplimiento, ya sabes. Si no podéis hacer lo que se os ha encargado, será necesario que nos marchemos a otro sitio.
Margarita, Margot, como dice ella, la chica tía buenísima de muslos algo gruesos y minifalda de escándalo se acercó más aún al jefe. Eloy estaba como un tomate ― rojo y exprimido.
― ¡Vamos a mi despacho, rápido! ― su tono se suaviza de golpe. Teme que Margarita se enfade. ― por favor.
― Bien, estoy de acuerdo.
Margarita juguetea con sus dedos sobre el pecho de Eloy y cuando alcanza la corbata la usa a modo de erótica correa para perrillos falderos. Se puede ver cómo babea el jefe. ¡Esto sí que son armas de seducción!
Ay, qué cosas, ¿no?... ¡Anda, si se me ha olvidado Remigio!
Remigio ha visto toda la escena. También está rojo como un tomate. Pero, ¿por qué? ¡Ah! ¡Ya sé! Te hace tilín esa chica.
Bueno, ahora no es el momento de preocuparnos por eso. Hay que recapitular el punto en el que nos encontramos. Remigio ha evitado ser descubierto en el baño de los gerifaltes y se ha metido, sin comerlo ni beberlo en el cuarto de las escobas, del que no puede salir, porque sólo tiene cierre exterior. ¿Qué hacemos, muchacho?
Remigio inspecciona la cerradura. Sólo le separa un picaporte de la libertad así que si pudiera meter algo entre el marco de la puerta y la cerradura, podría forzarla para que se abriera. Pero, ¿qué podría ser?
En ese momento saca Remigio de su bolsillo un euro. ¡El euro que te encontraste esta mañana a la entrada de la empresa! ¡Muy bien pensado, Remigio! ¡Eres un crack!
Trasteando con la moneda un ratillo, la puerta hace clic y se deja abrir. Sigue sin haber nadie en los pasillos. Mejor, aunque seguro que algún pensamiento se le ha escapado imaginando qué estan haciendo su jefe y aquella chica en el despacho. No había tiempo para fisgonear. Si la curiosidad mató al gato, a Remigio le podían poner en la Luna de un puntapié.
Con paso sigiloso, como de dibujo animado, Remigio se aproxima al ascensor, recorriendo el ahora pasillo silencioso. Pulsa en el botón y al segundo se enciende la luz. ¡Ya viene! ¡Rápido!
Se abren las puertas y en ese momento se abre la del despacho del jefe.
― ¡Espere!
Es la voz de la chica del baño de señoras, Margarita. Remigio casi sufre un infarto fulminante. No gira la cabeza, sólo la atisba por el rabillo del ojo. Instintivamente pulsa en el botón para mantener las puertas abiertas.
― ¡Gracias! Es usted muy amable.
¡Espera Remigio, tranquilo! Esta chica no te ha visto nunca. Tú sí, pero ella no ha tenido oportunidad. ¡Qué suerte, macho!
Remigio está tan tenso, tan nervioso que no acierta a articular palabra.
― Yo voy al garaje, ¿y usted? ― pregunta Margarita.
―S,s,sí ―. Remigio no puede dar más de sí y prefiere acompañarla a concretar a la chica dónde va, que es más largo de decir.
El ascensor desciende a una velocidad normal, pero a Remigio se le hace eterno. Si hubiera podido, se hubiera leído un par de veces el Quijote en el trayecto. Lo que pasa es que con una chica tan atractiva, es difícil no mirar y Remigio le hace un breve repaso, ya sea por timidez ya sea por el susto que lleva encima.
En ese momento se da cuenta; ¡lleva la carpetilla del Proyecto Cartago, la que él había destrozado! ¿Cómo es posible?
Ding, dong.
― Bueno, hasta luego.
Margarita sale del ascensor. Están en la planta sótano, donde el garaje. Tiene un andar que quita el hipo. ¡Uy, perdón! ¡Qué estaría yo mirando, digo, en qué estaría yo pensando!
Remigio está sorprendidísimo (y emocionadísimo, ¿para qué negarlo?) ¡Esto era un misterio de los de película de espías! No se había llevado (aún) la bronca del jefe y todo le había ido bien al final.
Acertó a dar al botón de la segunda planta, con una sonrisilla en la boca y… pasó lo que tenía que pasar. Tanto tiempo con problemas de colon irritable y tanta tensión que, cuando se relaja por fin, se escapan las cosas. Apenas fue audible, pero el gas iba cargado como los cañones de Navarone. ¡Menudo regalito les ibas a dejar a los que cogieran el ascensor después de ti!
Bueno, no importa. Ya estas en la segunda planta. Estás tan obnubilado que ni te percatas de la cara de espanto que se les pone a los que entran en el ascensor. Alguno no se reprime y se tapa automáticamente la nariz o se abanica desaforadamente. ¡A ti te da igual! ¡Te has enamorado!
Hay una cosa que te ronda la cabeza: ¿por qué llevaba los documentos esa chica?
Remigio llega a los pies de la escalera de la puerta principal de su empresa. En la parte superior se puede leer un cartel de letras que en un pasado mejor se iluminaban por la noche. Hace años que nadie ha cambiado los fluorescentes para que se vea bonito y puede que ya no haya manera de arreglarlo. Se lee con claridad “Compañía VN S.A.”. Nunca se ha planteado Remigio qué significa esa “VN” y con lo vago que es, seguro que no lo hará.
― ¡Anda, un euro! ― Remigio se agacha a coger el preciado tesoro (hoy no le costará el café ni un céntimo). ¡Qué suerte!
Abre la puerta y ¡Plam!, un golpetazo. Después de más de quince años en la empresa, aún no se ha enterado de cómo hay que abrir la puerta.
― Hacia ti, Remigio, hacia ti. ― El portero de la empresa, Faustino, le recuerda, como cada día la manera de abrir la puerta. Faustino lleva más de treinta años en la empresa y nunca había visto a nadie tan despistado como Remigio. Y eso, viniendo de un portero tan veterano, ya es mucho decir. Remigio, allá donde fuere, siempre iba haciendo escuela.
― Buenos días Faustino, ¿cómo estas? ― preguntó Remigio. Aunque le tocaba las narices tener que ver a ese tipejo todos los días, Remigio guardaba las composturas.
― ¿Es que te importa? ― dijo el saleroso de Faustino ―. Pues con mis achaques y mis historias, así que no me molestes.
― Bueno, hala, hasta luego ―. Remigio dijo eso, pero seguro que en realidad le deseó una buena rotura de tripas. De nada.
― ¿Qué pasa, Remigio? ¿Cómo van las cosas? ― Era Hilario. El amigo de Remigio. El único amigo, la verdad. Bueno, Remigio solía ganar amigos cuando pagaba alguna ronda en la cafetería de la empresa. Pero esos amigos se ganaban y se perdían a la misma velocidad.
― Hola Hilario. Pues aquí, ya ves. Que esta mañana no tenía nada que hacer y me he dicho, ¡vamos a echar una decena de horas en la oficina y así se te pone el cuerpo serrano para la tarde!
― ¡Anda, chaval, si vives como un pepote!
Hilario apartó la vista de Remigio y le cambió el semblante. Pasó de un gesto coñero y avispado a una cara de borrego degollado.
― ¿Qué pasa? ― pregunta Remigio al tiempo que gira la cabeza para buscar con la mirada el objetivo de esa cara de palurdo. Da con Blanca
― Ahí está ― la voz de Hilario se vuelve un hilillo de sonido. La cara se le ilumina. ― Jo, qué buena que está.
El objetivo del ese pedazo de piropo era Blanca. Blanca Bósforo. El amor secreto de Hilario (eso cree él, pero es tan evidente el baboseo que se trae que toda la empresa lo sabe). Remigio la mira y, la verdad, no entiende tanta pasión. Es una chica delgadurria, no muy alta pero al ser tan flaquita parece más esbelta. Tiene los ojos bonitos, eso sí, pero el pelo… A Remigio no le gusta. Lleva un teñido rojizo que a duras penas tapa el teñido anterior, rubio (perdón, más bien amarillo) y va con pintillas hippies. Que si colgantes, que si pendientes que parecen Hulahops, en fin. Nada de interés.
― ¡Hola muchachos! ―. Blanca pasa por delante de los dos compañeros. La verdad es que es muy simpática. Y si la miras bien, pues que no está mal la chica. Tiene un par de años más que Hilario (que hace un mes cumplió los treinta y siete), pero como va vestida tan juvenil (o estrafalaria, según quién mire) da la sensación de tener menos edad que Hilario, más clasicote.
Dejemos a nuestros amigos hablando de sus cosas. Ayer hubo partido del Real Club Discóbolo. Remigio debe ser el único hincha del equipo junto con las madres de los jugadores. Los padres, con mejor criterio, seguro que son de algún club de primera división. Una cosa es la familia y otra muy distinta el fútbol. Y ya sabemos, la prioridad es el deporte rey, ¡faltaría más!
La empresa cuenta con varias plantas. Remigio trabaja en la segunda, donde nadie que no esté invitado puede ir. Es la más fea de las tres con que cuenta el edificio, más la planta baja. Hilario trabaja en la primera, delante de un ordenador y en un cubículo en el que ha colgado fotos de la USS Enterprise y de Leia Organa, esclava de Java el Hutt. No las tiene muy vistosas, porque no le dejan poner fotos. Los demás compañeros ponen fotos de sus hijos, algunos de sus maridos o mujeres y sobre todo de sus proezas, principalmente de lo que han pescado: fotos de peces, del coche, del último ligue, de la última cogorza.
La luz de los fluorescentes da un calor importante, por lo que la gente suda y el olorcillo es tenue, sobretodo por los ambientadores que disparan a modo de salvas un poco de perfume vaporizado cada cinco minutos. A pesar de todo, huele a una mezcla de Channel nº5, ambientador de garrafón y Eau de Cabra. Pero hay un olor que predomina: el de los tonners de las copiadoras y las impresoras láser.
Hilario y Remigio cogen el ascensor. Son así de vagos. Uno sólo tiene que subir un tramo de escaleras. El otro, como vive en un bajo, quiere usarlo para sentirse importante. A todo correr llega Ana.
― ¡Esperadme, esperadme, que yo también quiero subir! ― Es Ana, Ana Ceto. Para sus amigos es Annie, pero para sus jefes es Anita. ¡Y no veas cómo le jode!
― Hola Ana ― Remigio, muy educadito él, saluda a su compañera. Siempre se habían llevado bien.
Cuando se estaba cerrando la puerta, una mano fuerte, como de Conan el Bárbaro, impide que el ascensor sigua su camino. Es Víctor González, el jefecillo de la subdirección donde trabaja Ana. Va trajeado de manera impecable y el pelo engominado, a lo PelotazoMan. Ana está chalada por él. Sólo el rubor de sus mejillas deja adivinar sus pensamientos, aunque las enormes gafas impiden que se vea abiertamente.
― ¡Vaya, la colección de frikis de la empresa! ―. Víctor es, como podéis comprobar, un imbécil. Realmente no es tan malo, pero el cargo se le ha subido a la cabeza y necesita una cura de humildad.
― ¡Coño, el Mariconde! ― Gracias Hilario. ¡Tú si que vales!
― Hilario, no me toques las narices que te la monto ― Víctor había sido herido en lo que más le importaba… el orgullo. (¡Qué mal pensados que sois! Lo otro también le importa, pero cuando está trabajando tiene claro las prioridades).
― ¡Vale, vale! ― interrumpe Remigio. ― Haya paz.
Cada uno va a su cubículo (Víctor no, que tiene despacho, que para eso es jefe de sección). Remigio ve sus papeles sobre la mesa. Cualquiera se deprimiría de ver tanto follón, pero eso es algo que no le importa a Remigio. Se sienta y bosteza (¡pero si aún no has hecho nada, holgazán!). Lo único personal que hay sobre la mesa (la roña y el polvo no cuentan) es un banderín del R. C. Discóbolo. Por no haber, no hay ni bolígrafos. Luego se levantará a pedirlos. Se rasca la oreja y ahonda en la cuestión. Al final saca un trocito de cera, como Shrek y lo olisquea. La verdad es que Remigio no entiende cómo no le puede gustar a la gente ese aroma. Alguna vez lo ha hecho en público, inconscientemente, y la gente le miraba con asco. A él le parece algo maravilloso. A pesar de todo, ha aprendido a no hacerlo delante de la gente. Chico listo.
Vuelve a bostezar (el exceso de trabajo, se entiende) y revisa los papeles con una gana que haría palidecer de vergüenza al más vago de los vagos (¡Anda, pero si ese es Remigio! ¡Otra vez que bates tu propio record de vagancia! ¡Campeón!). Hay cosas atrasadas que deberían haber salido hace semanas, pero no pasa nada. Que no cunda el pánico. El trabajo de Remigio es tan poco trascendente que no se va a hundir la empresa por ello.
Una carpeta tras otra van pasando por las manos diligentes (es un decir) de Remigio. Al cabo de unos minutos, lo único que ha ocurrido es que los dedos de Remigio están sucios por el polvo acumulado en los informes. Sin saber cómo, una carpeta distinta se encuentra delante de él. Debe haberse traspapelado desde las más altas instancias a las catacumbas, es decir, a la mesa de Remigio. Se puede leer claramente “Proyecto Cartago”. ¿Qué leches será eso? La VN hace muchas cosas por encargo para otras empresas más importantes (y ser más importante que VN no requiere mucho esfuerzo). Puede que sea importante, pero está en chino. Bueno, en realidad está en inglés, pero para Remigio es igual. Siempre ha tenido ese don con los idiomas. Cuanto más tiempo le dedica a aprender inglés, menos se entera de lo que le dicen. En eso está en la media española. Para una cosa en la que podía despuntar.
Remigio se levanta y se dirige al puesto de Ana.
― Oye, Ana, ¿sabes qué es esto? ― Le entrega la carpetilla y Ana la recoge sin emoción.
Empieza a leer y se ve cómo los ojos se salen de sus órbitas. Menos mal que estaban las gafas para impedir que se le cayeran.
― ¿Dónde has sacado tú esto? ― Ana está temblando ―. Es información confidencial de otra empresa para la que estamos trabajando. ¡Sube corriendo a dárselo a los de la planta tercera antes de que se te caiga aún más el pelo (recordemos que Remigio es calvo).
Cuando Remigio iba a salir corriendo, cual plusmarquista maratoniano, (porque el es así. ¿Para qué pensar si alguien te dice lo que tienes que hacer), Ana le vuelve a coger la carpetilla. Remigio se queda suspendido en el aire unos instantes y consigue volver a poner los pies en el suelo.
― Déjame que lea un poco. ― Ana revisa a tal velocidad el documento que más que leerlo lo escanea.
― ¿Qué pone? ― Remigio siente curiosidad. Por fin se ha despertado.
― ¡Es increíble! VN está participando en un proyecto de ingeniería genética. Si es verdad lo que pone aquí ― en ese momento descubre que había un TOP Secret en la primera hoja ― será posible hacer modificaciones del código genético para crear a partir de casi nada cualquier cosa.
― ¿Mande? ― ¡Muy bien Remigio! Como siempre el menos espabilado.
― Pues que si quieren podrían hacer una vaca con una maquinita. O una persona.
― ¿Y para qué quieren una vaca?
― Anda, Remigio, corre a toda mecha a darle el documento a Castalia.
Castalia, Néstor Castalia. Ese nombre pone los pocos pelos de punta a Remigio. Es una mala bestia. Si supiese de mitología, Remigio hubiera pensado que tenía que bajar a los infiernos a vérselas con Cancerbero, el perro de tres cabezas. Remigio no sabe mucho de mitología, pero sí de Castalia. Ya han conseguido ponerle nervioso. ¡Pobrecito mi niño!
Remigio reanuda su carrera. Lleva un susto encima de campeonato.
Pasando por las puertas de los baños, se da cuenta de que tiene necesidad de usarlos. Una de las muchas virtudes de Remigio es su colon nervioso. Cuando se pone nervioso, se caga patas abajo. Literalmente. Así que entra corriendo y se sienta en el trono. Cuando la naturaleza va haciendo su función y se alivian las ganas, el cerebro vuelve a ponerse en marcha.
En estas que Remigio se da cuenta de que lleva la carpetilla en las manos. Mal sitio. Mal lugar. Remigio es de los que sabe hacer cosas con una sola mano y no muchas. Sumemos los elementos; carpetilla importantísima, por un lado, papel higiénico, por otro. Huston, tenemos un problema.
Pero las cosas no se quedan ahí. Remigio sigue cavilando. Y eso, se lo digo por experiencia, es un problema. Cuando entró en el baño iba con tanta prisa que… ¿dónde se había metido? Me parece a mí que no era la puerta de la derecha, sino la de la izquierda. ¿Pudiera ser que estuviera sentado en una taza del servicio de mujeres? ¡Bingo! En el servicio de caballeros, los mingitorios están a la izquierda, según se entra, y las cabinas de las tazas a la derecha.
Y él está sentado a la izquierda. ¡Madre mía! Termina todo lo rápido que puede y se limpia con celeridad. Por los nervios comprueba que ha dado con la carpeta en la pared y se ha estropeado un poco. Se sube los pantalones y abre la puerta. Delante de él, los lavabos. No hay duda. Se ha equivocado de sitio. Si le pillan, se le ha caído el pelo. Me viene a la cabeza la fantasía de muchos de mis compañeros en el instituto de meterse en el baño de las chicas para espiarlas. Creo que Remigio en este momento no está para muchos sueños eróticos. Más bien está viviendo una pesadilla.
Con cautela, abre la puertecilla de la cabina y se dispone a salir sigilosamente cuando escucha la puerta de entrada. ¡Alguien entra! A toda pastilla se mete otra vez en la cabina y cierra la puerta. Un paso firme remarcado por un taconeo rítmico se acerca donde está él. Suena el agua que corre del grifo justo enfrente de donde se encuentra Remigio.
Remigio, asustadito pone los pies en la taza y asoma la cabeza por encima de la puerta. No es muy alto, la verdad, pero tampoco bajo. Mide un metro y sesenta y ocho centímetros. Eso es algo que siempre le había fastidiado. Por dos malditos centímetros no llegaba al metro setenta. Así son los complejos de Remigio. Pequeñitos.
Allí está una muchacha que nunca antes había visto. Por la planta primera nunca recibían visitas y menos tan atractivas. Entonces se da cuenta de que hay un espejo y ve el reflejo de la chica. ¡Es guapísima! También se da cuenta de que a él le pueden ver reflejado. La muchacha levanta la mirada y Remigio bucea literalmente en la cabina dándose un trompazo enorme. Qué decir tiene, que los documentos reciben parte del impacto y terminan hechos un gurruño. Menos mal, a pesar de todo, de que se encuentra en el servicio de señoras, porque el suelo está limpio. El baño de caballeros suele tener un suelo húmedo y pegadizo.
Con la cabeza en el suelo ve las piernas de la muchacha ya que lleva minifalda (negra, por si querían saberlo. Va vestida con un traje femenino con chaquetilla a juego y blusa blanca. La melena castaña). Nuestro héroe se ha enamorado a primera vista. Son unas piernas preciosas y un pelín regordetas. ¡Esta chica es un bellezón!
― ¿Te has hecho daño? ― pregunta la mujer.
Remigio no sabe qué hacer. En ese momento actúa por instinto.
― ¡No es nada! Me he resbalado. ― la voz que suena es lo más aflautado que ha podido conseguir Remigio jamás. Si hay suerte no se dará cuenta de que se ha colado un hombre en el servicio de señoras.
― Ah, bueno. Me alegro. Hasta luego. ― Se oye el taconeo en dirección a la salida y la puerta se cierra.
Tras unos segundos de contención de la respiración, parece que no se oye nada. Remigio sale, lo más silencioso posible y abre la puerta. Nadie. Realmente, aunque ha sido un mal trago, ha merecido la pierna. ¡Uy, perdón! ¿En qué estaría pensando? Había merecido la pena, quise decir.
Luego, la cruda realidad. El documento había vivido momentos mejores. Ahora estaba arrugado y parte de la solapa estaba doblada. Bueno, no sólo de la solapa. También muchas hojas de la primera parte estaban hechas cisco. ¿Qué hacer?
A grandes males, grandes remedios. Remigio volvió a su mesa y estiró sobre ella el informe. “Cartago Project”, ¿qué leches sería aquello? Plantó encima una pila de papeles y se apoyó sobre ella. Tras unos segundos, retiró los papeles y ¡Voilá! Allí estaba el documento más alisadito. Cualquiera hubiera pensado que estaban impresentables, igual de mal que al principio de la faena, pero Remigio tiene unos estándares de lo que es presentable que dejan mucho que desear. Se le iluminó la carilla y se dijo “ya está”.
Otra vez a la carrera. Si Remigio despertase la más mínima curiosidad, alguien se hubiera preguntado, “¿qué hace este majadero?” Pero Remigio es el hombre medio por antonomasia. Medio listo, medio gracioso, medio pelo. En definitiva; medio hombre. No despierta pasiones de ningún tipo. Por no despertarse, casi ni se despierta por la mañana.
Remigio llega sofocado al ascensor. Pulsa el botón para ascender. No es que vaya a ser más alto después o que le vayan a subir el sueldo. Más bien todo lo contrario. Puede que se le caiga el pelo, el poco que le queda, que se lleve una buena bronca y que su puesto peligre. Después de esta volverá a la segunda planta más achicadito, más apalizado.
Ding dong. Las puertas del ascensor se abren y bajan varios compañeros de Remigio en la segunda planta. Sonríe bobalicón, siguiéndoles con la mirada y entra en el ascensor, que se ha quedado vacío. Su dedo se dirige tembloroso al botón de la tercera planta. Casi no se da cuenta de que lo ha pulsado. Así me lleva la vida mi niño. ¡Casi no se da cuenta de nada! Que todo lo haces porque sí, Remigio.
El viaje dura cinco segundos, a lo sumo. La puerta se vuelve a abrir y se encuentra en territorio comanche. La tercera planta esta no oficialmente prohibida para los plebeyos de la segunda que fueran gerifaltes de primera.
La primera visión, una secretaria estupenda. La chica era guapa, pero guapa de verdad. Se llama Diana. Hasta ahí todo bien, pero hay algo que la marcó de por vida. Se apellida Tecla. ¡Tecla! Si eres Diana Tecla está todo sentenciado por los hados del destino. ¡Vas a ser secretaria!
― Hola, ¿qué desea? ― la voz dulce y aterciopelada de la muchacha recibe a Remigio.
― Hola, buenas. Es que yo, en principio, venía para entregar estos papeles a… bueno a quién corresponda ―. Remigio sudaba la gota gorda. Nunca en su vida había trabajado tanto. ¡No te estreses, hombre!
― A ver, déjeme ver.
Blanca inspecciona la carpetilla arrugada que le proporciona Remigio. La primera mirada es de total hastío. La abre y los ojos empiezan a abrirse prodigiosamente. Unas cuantas páginas más y se le salen de las cuencas. Vuelta a la primera página y a las cubiertas. “Cartago Project”.
― ¿De dónde ha salido esto? ― dice Diana.
― Pues… ― ¡Caramba, Remigio, qué bien te expresas!
― Espere un momento. Voy a llamar al secretario personal de Don Eloy.
Un jarro de agua fría recorrió a Remigio desde la coronilla hasta los talones. El secretario del jefe es Néstor Castalia. ¡Y da un miedo! La bronca la daba por hecha, pero no tener a Torquemada como inquisidor. De esta no salía. Bueno salía, pero volando, por la puerta grande y de una patada en el trasero.
Remigio es propenso al sudor, pero en este momento tan aciago podría servir como surtidor en una plaza pública. Diana se precipita en la oficina de la izquierda, al fondo, llevando el documento que traía Remigio y desaparece. Todo se queda en silencio. Por unos segundos. Y luego por otros más. Así hasta un minuto. Y luego otro. Creo que ya lo van pillando.
Sale Diana y se dirige a Remigio, con cara circunspecta, que aquí quiere decir “te va a caer una gorda”.
― A ver, déjeme ver, ¿cómo se llama usted? ― pregunta Diana algo sofocada.
― Soy Remigio, de la planta tercera. Es que he encontrado estos papeles entre los míos. Pienso que se ha traspapelado y…
― A ver, sígame ―. Pobre Remigio. Esta chica no te va a dejar terminar un frase entera.
Ambos se dirigen a la oficina del jefe. Recuerdan a un alguacil seguido por el reo de muerte camino del patíbulo.
― ¿Señor Castalia? ― interrumpe Diana. ― Aquí le traigo al empleado que ha traído el proyecto. Se llama Remigio.
Diana mira a Remigio. En la mirada se puede leer “pobrecito”. Se retira y Remigio puede ver cómo se vuelve a incorporar a su mesa de recepción.
― ¿Remigio, verdad? ― Una voz inquisitiva despierta a Remigio de su impavidez.
― Sí. Sí, soy yo Remigio ―. Torpemente acerca la mano para estrecharla con su interlocutor, pero este no la recibe. Remigio se la guarda en un bolsillo.
― Vamos a ver. Esto que trae usted aquí es muy importante para la empresa.
― Sí, señor sí.
― ¿Sí, señor? ¿Es que usted conoce algo de lo que se cuenta en este documento?
Remigio se pone colorado cuando le miran.
― No, quiero decir, bueno… en principio parece importante, pero no lo he leído.
― ¡Ni falta que hace! Espere aquí un momento.
Néstor Castalia sale del despacho por una puerta distinta a la empleada por Remigio y Diana. Esta vez sí que se acabó todo. Va directamente a hablar con el Gran Manitú y es tu fin. Te van acusar de espionaje industrial, de perjudicar a la empresa, del hundimiento del Titánic. ¿Cómo vas a salir de esta, muchacho?
Del sudor pasa a los temblores en las extremidades. Y Remigio, que se conoce sabe que eso no es el final. Después viene el colon irritable. Si la tensión le produce sudores y el miedo temblores, el miedo extremo produce catástrofes. ¡Ay, madre mía!
― Remigio, pase al despacho del Señor Director.
La voz de Néstor casi le produce un infarto a Remigio. Y si no, otra cosa. Hay gente que dice que los problemas de gases se pueden confundir con un problema cardiaco agudo.
Remigio pasa al despacho contiguo. Eloy Mequinenza, director de la compañía VN S.A. Eso es lo que se lee en la plaquita que sirve de preámbulo a la bronca del jefe. Tiene cara de pocos amigos. Y mira que es raro que la gente de dinero (pero de dinero de verdad) tenga pocos amigos. Los necesitó para llegar donde está y se le pegan cuando se siente generoso.
Hoy, la verdad, no parece muy generoso. Sin lugar a dudas está preocupado. Y mosqueado.
― Señor Mequinenza, este es Remigio, el empleado que ha encontrado el documento, según dice, traspapelado ―. Néstor Castalia toma asiento. El único que queda de pie ahora e Remigio.
― Vamos por partes ― Eloy Mequinenza da por abierta la causa. ― ¿Cómo es posible que este documento importantísimo para la empresa se encuentre en su mesa, así, como el que no quiere la cosa, por casualidad?
― En principio ― Remigio habla titubeante, nervioso, pero con la tensión justa para poder defenderse e improvisar ― no creo que se haya dado cuenta nadie de que estos papeles han llegado a mi sección, señor. Todo se filtra desde el servicio de correo interno hasta llegar a la segunda planta, señor.
― En cualquier caso, hay una cosa clara ― interrumpe Néstor Castalia para dar más leña al fuego, si cabe. ― No creo que este documento haya pasado por la segunda planta sin haber sido leído. Mire usted cómo está de usado. ¿Está seguro, después de ver la prueba, de que nadie lo ha leído?
Remigio recuerda el incidente en el baño de señoras. ¿Cómo explicar todo sin caer en un nuevo problema? Mejor será no decir nada del asunto y dejarlo como que se ha estropeado en el envío interno y que piensen lo que quieran. ¡Muy bien jugado, Remigio!
― No lo sé, señor. En principio, nadie tiene por qué rebuscar en los documentos que yo archivo, señor. Es probable que el documento viniese así.
¡Ay, Remigio, que has metido la pata!
― Es probable o estaba así desde el principio ― Eloy Mequinenza ha estado ahí hábil y te ha cazado, Remigio. ― Además, ¿cómo explica que esté mojado?
¿No me digas, Remigio, que se había empapado? ¡Qué cochinada! ¡Eres un desastre, hombre!
Remigio se ha quedado sin argumentos. Su cuerpo ha pasado a la fase tres. Estamos a punto de abrir las compuertas traseras.
― Bien, ― Eloy Mequinenza rompe el silencio. ― Vamos por partes. Si lo que parece es que estos documentos se han traspapelado, usted no tiene ninguna culpa de nada y puede irse a seguir con su tarea. No obstante, como dudamos de la verosimilitud de su versión, principalmente por el estado del mismo, considero que debemos abrir una investigación interna. Remigio, está usted bajo aviso y como sospechoso de cualquier mal uso que se haya hecho de esta información confidencial. Vuelva a su puesto.
― Gracias, señor. ― Remigio dice condescendientemente. ¡Qué lástima tener que sufrir las consecuencias de algo en lo que nos has tenido arte ni parte! Y es que el mundo está lleno de injusticias, Remigio, y esta te ha tocado a ti.
Remigio sale del despacho, aliviado por no haber sufrido un castigo inmediato, pero seguro de que los problemas le van a crecer más que el pelo. Pero ahora hay un problema acuciante al que hay que poner remedio inmediato. ¡Hay que buscar un baño!
Remigio ha salido solo. Y en el pasillo no está Diana, para pedirle permiso para usar los urinarios de los jefes. No hay remedio, hay que aventurarse en los más vetados entresijos de la empresa, sólo actos para iniciados. ¡Pero es que la naturaleza no puede esperar!
Allí están los servicios de la tercera planta. Remigio entra rápido con una cadencia que va acelerándose desde el Allegro moderato hasta el presto e con fuoco. Casi no le da tiempo a quitarse los pantalones.
La cosa no va rápida, como él desearía. Es la segunda vez en menos de una hora que usa los sanitarios y poco hay allí. Está muy nervioso, por si le pillan. Escucha la puerta del despacho del jefe y le parece que alguien ha salido. Pasa el rato y no se oye ningún ruido. Pensándolo bien, es probable que Diana haya bajado a tomar el café. Está solo. No va a haber enemigo a la vista cuando salga.
¡Que te crees tú eso!
Cuando Remigio sale camino del ascensor, oye los pasos firmes del taconeo que ya conoce. Aquella mujer tan atractiva que casi le pilla en el baño de señoras de la segunda planta se dirige hacia él. ¡Corre Remigio!
Sin pensarlo dos veces abre una puerta de lo que él piensa que es un despacho y se encierra. Pero no, hoy no le sale nada bien. ¡Se ha metido en el cuarto de los trastos de limpieza! Para mayor desgracia, parece que no hay posibilidad de abrir la puerta desde dentro. ¡Te has quedado atrapado, Remigio!
Mira por la cerradura (una de esas antiguas que se puede ver todo a través de ellas) y ve cómo la mujer estupenda que se había encontrado en el baño de señoras se arrima sugerentemente a su jefe.
― Hola, Eloy ―. La voz es tremenda. Ni Matahari pondría ese tono tan sensual. ― He venido a verte.
― Ya veo, ya ―. El jefe, tan inflexible como aparentaba ante Remigio, temblaba como un junco en presencia de esta mujer misteriosa. ― ¿Qué quieres, Margarita?
― Margot, ya sabes cómo tienes que llamarme.
― Sí, sí. Vamos por partes ―. Parece mentira. ¡Vaya calzonazos que está hecho el jefe!
― He venido hoy porque a nuestra empresa le está dando la impresión de que VN no está cumpliendo con los plazos previstos. Sería necesario una revisión del contrato, por inclumplimiento, ya sabes. Si no podéis hacer lo que se os ha encargado, será necesario que nos marchemos a otro sitio.
Margarita, Margot, como dice ella, la chica tía buenísima de muslos algo gruesos y minifalda de escándalo se acercó más aún al jefe. Eloy estaba como un tomate ― rojo y exprimido.
― ¡Vamos a mi despacho, rápido! ― su tono se suaviza de golpe. Teme que Margarita se enfade. ― por favor.
― Bien, estoy de acuerdo.
Margarita juguetea con sus dedos sobre el pecho de Eloy y cuando alcanza la corbata la usa a modo de erótica correa para perrillos falderos. Se puede ver cómo babea el jefe. ¡Esto sí que son armas de seducción!
Ay, qué cosas, ¿no?... ¡Anda, si se me ha olvidado Remigio!
Remigio ha visto toda la escena. También está rojo como un tomate. Pero, ¿por qué? ¡Ah! ¡Ya sé! Te hace tilín esa chica.
Bueno, ahora no es el momento de preocuparnos por eso. Hay que recapitular el punto en el que nos encontramos. Remigio ha evitado ser descubierto en el baño de los gerifaltes y se ha metido, sin comerlo ni beberlo en el cuarto de las escobas, del que no puede salir, porque sólo tiene cierre exterior. ¿Qué hacemos, muchacho?
Remigio inspecciona la cerradura. Sólo le separa un picaporte de la libertad así que si pudiera meter algo entre el marco de la puerta y la cerradura, podría forzarla para que se abriera. Pero, ¿qué podría ser?
En ese momento saca Remigio de su bolsillo un euro. ¡El euro que te encontraste esta mañana a la entrada de la empresa! ¡Muy bien pensado, Remigio! ¡Eres un crack!
Trasteando con la moneda un ratillo, la puerta hace clic y se deja abrir. Sigue sin haber nadie en los pasillos. Mejor, aunque seguro que algún pensamiento se le ha escapado imaginando qué estan haciendo su jefe y aquella chica en el despacho. No había tiempo para fisgonear. Si la curiosidad mató al gato, a Remigio le podían poner en la Luna de un puntapié.
Con paso sigiloso, como de dibujo animado, Remigio se aproxima al ascensor, recorriendo el ahora pasillo silencioso. Pulsa en el botón y al segundo se enciende la luz. ¡Ya viene! ¡Rápido!
Se abren las puertas y en ese momento se abre la del despacho del jefe.
― ¡Espere!
Es la voz de la chica del baño de señoras, Margarita. Remigio casi sufre un infarto fulminante. No gira la cabeza, sólo la atisba por el rabillo del ojo. Instintivamente pulsa en el botón para mantener las puertas abiertas.
― ¡Gracias! Es usted muy amable.
¡Espera Remigio, tranquilo! Esta chica no te ha visto nunca. Tú sí, pero ella no ha tenido oportunidad. ¡Qué suerte, macho!
Remigio está tan tenso, tan nervioso que no acierta a articular palabra.
― Yo voy al garaje, ¿y usted? ― pregunta Margarita.
―S,s,sí ―. Remigio no puede dar más de sí y prefiere acompañarla a concretar a la chica dónde va, que es más largo de decir.
El ascensor desciende a una velocidad normal, pero a Remigio se le hace eterno. Si hubiera podido, se hubiera leído un par de veces el Quijote en el trayecto. Lo que pasa es que con una chica tan atractiva, es difícil no mirar y Remigio le hace un breve repaso, ya sea por timidez ya sea por el susto que lleva encima.
En ese momento se da cuenta; ¡lleva la carpetilla del Proyecto Cartago, la que él había destrozado! ¿Cómo es posible?
Ding, dong.
― Bueno, hasta luego.
Margarita sale del ascensor. Están en la planta sótano, donde el garaje. Tiene un andar que quita el hipo. ¡Uy, perdón! ¡Qué estaría yo mirando, digo, en qué estaría yo pensando!
Remigio está sorprendidísimo (y emocionadísimo, ¿para qué negarlo?) ¡Esto era un misterio de los de película de espías! No se había llevado (aún) la bronca del jefe y todo le había ido bien al final.
Acertó a dar al botón de la segunda planta, con una sonrisilla en la boca y… pasó lo que tenía que pasar. Tanto tiempo con problemas de colon irritable y tanta tensión que, cuando se relaja por fin, se escapan las cosas. Apenas fue audible, pero el gas iba cargado como los cañones de Navarone. ¡Menudo regalito les ibas a dejar a los que cogieran el ascensor después de ti!
Bueno, no importa. Ya estas en la segunda planta. Estás tan obnubilado que ni te percatas de la cara de espanto que se les pone a los que entran en el ascensor. Alguno no se reprime y se tapa automáticamente la nariz o se abanica desaforadamente. ¡A ti te da igual! ¡Te has enamorado!
Hay una cosa que te ronda la cabeza: ¿por qué llevaba los documentos esa chica?
Relato para el Taller Literario del diez de abril de 2008.
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