Teníamos esta foto del niño y el elefante. A partir de ella había que crear un relato. Un nuevo intento de Miniliteratura. Tenía el título pensado desde hacía décadas, pero nunca supe cómo integrarlo en un relato. Me imaginaba a dos viejos de un pueblo castellano, a la hora del sopor de la siesta, sentados uno enfrente del otro y con una ventana entre los dos por la que entrase la luz a través de unos visillos de ganchillo. Esta otra visión por lo menos se llegó a escribir.
Relato para el Taller Literario del trece de marzo de 2008.
Enemigos a la hora de la siesta.
Amanece la tarde a la hora del café. Aniceto e Hilario se encuentran frente a frente, sentados en la mesa de la ventana. El sopor del sol estival se cuela por entre los visillos de punto dando un aspecto irreal a la escena. Ambos hombres embutidos en sus trajes raídos, parecen ignorar el calor del momento. Chaleco embotonado debajo de la chaqueta gruesa. A ambos lados de la ventana de madera hay unas alacenas cargadas de utensilios de cocina, vajillas y cacharros diversos. Sobre la mesa, más paño de ganchillo. Pero nada más.
— Hilario, ¿se ha traído la llave del granero? — dijo Aniceto. — No tengo mucha gana, pero creo que después le echaré un rato a arreglar la bisagra de la puerta.
— Sí, la tengo. — Aniceto rebuscó en el bolsillo de su levita y encontró la llave requerida.
Una llave pequeña para un portón tan enorme. Pero no era necesario que aquella llavecilla abriese las puertas del Cielo. Bastaba con ser útil y transportable. Por eso la pusieron. La antigua pesaba un quintal y abultaba dos.
— La de ratos que pasé allí con la Remi, hablando de lo divino y lo humano. Ahora da asco ir por allí. — Hilario sacó el papel de fumar y el paquete de tabaco. Cogió un puñado y lo depositó sobre el papel, al que dio forma cilíndrica y se lo llevó a la boca para pasarle la lengua. Con el cigarrillo recién liado dibujó en el aire un cuadrado.
— Los campos tampoco están demasiado bien — prosiguió. — Estamos muy mayores para llevarlos al día y los jornaleros son más vagos que la chaqueta de un guardia.
Aniceto le miró y asintió con comprensión. Era algo que venía siendo habitual en él desde hacía mucho tiempo. Si no tenía nada que decir, consentía en darle la razón a Hilario, a la espera de que la conversación se terciase más interesante o de que callase por un rato.
— Pues la Remi — dijo Aniceto tras un rato de silencio — era poco dada a ir con gente ella sola, que lo sé yo. ¿Cuánto hace que murió?
— Dos años — respondió Hilario. — Pero no estoy de acuerdo con usted. Era de difícil arranque, pero una vez tomada la confianza, se echaba al monte y a lo que hiciera falta.
— Lo que le pasaba — interrumpió Aniceto — era que de joven, como todos, adolecía de la imprudencia de las muchachas. Era muy chica. También estuvo conmigo en la montaña y cuando se echó a llover y cayó un rayo a nuestro lado, ¡cómo se me agarraba! Era muy miedosa.
— Sí, me acuerdo de aquella tarde. — Hilario miraba pensativo a su contertulio. Padre le esperaba a usted en el chamizo de la finca, a cubierto, cuando los vio llegar. Nunca supe lo que pensaba. Estaba tan rígido y su semblante era infranqueable. Pero para mí que no lo aprobaba.
— ¿Y qué le iba a hacer yo? — Aniceto empezaba a sentirse nervioso. — La tormenta nos había pillado de improviso.
— Ya. — Hilario sonó irónico. — ¡Menuda zapatiesta tuvo con usted! Si no fuésemos hermanos, usted y yo, hubiera pensado que le despedía. Pero sí tuve la sospecha de que le desheredaba a usted. Por fresco.
— ¡Lo que le pasa a usted es que me tiene envidia por saber que la Remigia estuvo conmigo y no con usted! — Aniceto golpeó la mesa. — ¡Cómo te aprovechaste de que me llamaran a filas en la milicia! ¡Ahí me arrebataste a la Remi!
— ¡Pues se equivoca! — Hilario enrojeció con la ira. — Estuve todo el tiempo con Padre en el campo. Lo que pasó es que ella se me arrejuntó.
La tarde avanzaba y el sol no daba tan de lleno como antes. Habían pasado algunos minutos sin que ninguno profiriese palabra alguna. Hilario rompió el dilatado silencio.
— Aquel año no fue muy bueno. Acumulamos poca cosecha, pero nos apañamos. Los pequeños, a veces, demostramos más capacidad que los hermanos mayores para aguantar con la cruz que nos toca llevar. Y la Remi era muy libre de ir con quién quisiese. — Miró Hilario a su hermano, desafiante.
— Y por eso siguió usted con los negocios de la familia. — Aniceto estaba inflamado de reproche. — Con el campo y con la Remi.
— ¡Bueno, haya paz! — apaciguó Hilario. — De esto han pasado ya muchos años. Y al final, ninguno de los dos, ni usted ni yo, terminamos con la Remi. Es una disputa vieja que no lleva a nada más que al rencor.
— Es cierto, — asintió Aniceto. — Ambos nos casamos con otras mujeres y la Remi se fue con Faustino. Los tres estamos ahora viudos y más viejos que Matusalén. Con el tiempo estancado como la charca de atrás, donde crecen los renacuajos.
Ambos hombres guardaron silencio. Hilario dejó volar su imaginación. Siempre se sentía un niño cuado se encontraba ante su hermano mayor. Para él era como una fuerza de la naturaleza, un animal muy grande. Sí, un animal como un toro. No un animal más pacífico y grande. ¡Un elefante, sí! Y pocas veces como hoy había sentido su capacidad apaciguadora, su don para enfadar y calmarle en breves instantes.
Aniceto también estaba ensimismado, pero con la mente en blanco. Se fijaba en los detalles de la alacena que tenía a un lado su hermano. Unas puntillas deterioradas demostraban que en aquella casa hubo una vez un toque femenino, algo del pasado y que ya no será como antes. Todos los objetos almacenados tenían polvo, salvo los platos y vasos, que eran de uso diario. Catalina, la hija de Eloy, venía a cocinarles un día de cada dos y a limpiarles una vez por semana. Pero no hacía muy bien su tarea. Como no había nadie más dispuesto a venir a hacerse cargo de dos viejos, se conformaban con lo que tenían.
Sin quererlo, ambos hermanos cruzaron sus miradas. Por un leve instante sintieron cierta camaradería. Pero pronto se les apagó y se volvieron a ver como lo que eran. El niño y el elefante. La codicia de poseer más, de llevar las tierras y la casa lo mejor posible no valía. Había que ser más. Sino habrían fracasado, porque lo que querían era ya inalcanzable. Había que conformarse.
Y esa obligación les hacía humildes. Aún siendo parcos en sus formas, a la hora de trabajar actuaban como si les poseyera un entusiasmo infinito. Todo quedaba atrás si había tarea que hacer. Incluso sus hijos, que hacía años se habían ido a la capital y que solo les visitaban en verano, si les apetecía.
— Volviendo a lo de la Remi — dijo Aniceto — ¿pasó algo? Ya me entiende. Hubo algo.
— ¡No joda con eso! — Hilario despertó del letargo. — ¡No es asunto suyo! ¡Qué ganas de revolcarse en la mierda! Eso es el pasado. Ya está todo podrido, como la fruta pasada.
— Le voy a contar algo que no había dicho a nadie. — Aniceto habló con gesto grave. — Cuando llevaba siete años casada con la Tere me encontré con la Remi en el bosque. Iba allí para cazar y me cogió a mí. Se me acercó y me dijo que estaba harta de Faustino, que su vida era una mierda y que me echaba de menos. Que ningún otro hombre la hizo sentir como yo. Pues eso, eso me dijo.
— ¡Vaya! — Hilario no pudo decir más. Se quedó contemplando a su hermano. No daba crédito a lo que Aniceto había dicho, pero sabía que era verdad. Conocía el lenguaje corporal de su hermano mayor y daba por hecho que no le mentía. Sólo le ofendía que no hubiera decidido acudir a él. La había amado, en todos los sentidos, y no podía concebir ser un mal amante. Le dolía más ser uno de los “otros hombres” que el hecho de que su hermano fuese el elegido. Era un insulto.
— ¿Se acuerda usted de cuando le picó aquella serpiente a Padre? — Hilario cambió de tema. No podía seguir con la situación que estaba sobre la mesa. Lo mejor era la huída hacia delante.
— Sí, fue la mejor época. — Sonrió Aniceto. — Padre estaba en la cama, recuperándose de aquellos dolores que le provocaba el veneno. Y nosotros trabajábamos sin la obligación de hacer todo lo que nos mandaba Padre. La casa se llevaba bien sin tener que ir por la vida como nos obligaba a hacerlo día a día. Fueron un lujo de días. Es cierto.
— ¡Vaya, no me lo había dicho usted antes! — Hilario dejó escapar una risita hilarante. — Parece como si me estuviera dando todas las confidencias de su vida. Nadie se desnuda así a no ser que se vea en las últimas.
— Padre nos hizo mucho daño. — Aniceto apretó los dientes y frunció el ceño. La rabia salió por fin en esa tarde. — Nos jodió bien la vida. Algo pudimos hacer con la Tere y la Concha. Y nuestros hijos. Pero por lo demás, uno de los dos tendría que haber sido feliz con la Remi. Y Padre nos lo impidió. Volvamos a Remi. Siempre que podamos.
— ¡Pero ya está muerta! — dijo con enojo Hilario. — ¿Qué más da lo que pudo ser si no hubo posibilidad de llevarlo a cabo? Sigamos viviendo en nuestra inocencia, si queda algo de ella. ¡Es pestilente, indecente, regodearse como usted en el pasado!
Esta vez, Hilario sintió el poder de su hermano sobre él. Siempre que Aniceto quería, se tenía a su merced. Esa era la fuerza cierta de su hermano mayor. Le agarraba con sus fauces y sólo quedaba la posibilidad de apencar, de tragar con lo que su hermano de proveía. Había que joderse.
Hilario se sentía fatal, derrotado. Como si se hubiera hundido en la charca de los renacuajos.
— Bueno, me voy, — Aniceto se levanto. — Déme la llave que voy al granero. — Hilario le dio la llave — Esa puerta no puede esperar más. Nos van a robar si no hacemos algo. Hasta luego.
Aniceto salió de la habitación e Hilario le siguió con la mirada. Se sentía abatido, como si se hundiese en el mar. Se sentía atrapado en sus sentimientos. Es verdad que Padre había sido cruel y tiránico.
Aniceto, por el contrario. Se sentía feliz, al menos tranquilo. Había dicho lo que pensaba, lo que le rondaba desde hacía años. Se sentía radiante, como un pavo real. Le llamaron. Miró atrás y vio a su hermano que venía tras de él corriendo. Los sentimientos estaban a flor de piel. Ambos sentían la influencia que producían el uno en el otro.
La vida ya no les podía deparar nada nuevo, pero tendrían la constancia de perseverar. Serían hermanos y enemigos al tiempo. La constancia de convivir les llevaba adelante. Darían un paseo, como siempre. Pero tras arreglar la puerta. Serían como el viento cálido de agosto, sobre la cara de un niño que monta a lomos de un elefante, sabiendo que él dirige, pero el que anda es el paquidermo.
Amanece la tarde a la hora del café. Aniceto e Hilario se encuentran frente a frente, sentados en la mesa de la ventana. El sopor del sol estival se cuela por entre los visillos de punto dando un aspecto irreal a la escena. Ambos hombres embutidos en sus trajes raídos, parecen ignorar el calor del momento. Chaleco embotonado debajo de la chaqueta gruesa. A ambos lados de la ventana de madera hay unas alacenas cargadas de utensilios de cocina, vajillas y cacharros diversos. Sobre la mesa, más paño de ganchillo. Pero nada más.
— Hilario, ¿se ha traído la llave del granero? — dijo Aniceto. — No tengo mucha gana, pero creo que después le echaré un rato a arreglar la bisagra de la puerta.
— Sí, la tengo. — Aniceto rebuscó en el bolsillo de su levita y encontró la llave requerida.
Una llave pequeña para un portón tan enorme. Pero no era necesario que aquella llavecilla abriese las puertas del Cielo. Bastaba con ser útil y transportable. Por eso la pusieron. La antigua pesaba un quintal y abultaba dos.
— La de ratos que pasé allí con la Remi, hablando de lo divino y lo humano. Ahora da asco ir por allí. — Hilario sacó el papel de fumar y el paquete de tabaco. Cogió un puñado y lo depositó sobre el papel, al que dio forma cilíndrica y se lo llevó a la boca para pasarle la lengua. Con el cigarrillo recién liado dibujó en el aire un cuadrado.
— Los campos tampoco están demasiado bien — prosiguió. — Estamos muy mayores para llevarlos al día y los jornaleros son más vagos que la chaqueta de un guardia.
Aniceto le miró y asintió con comprensión. Era algo que venía siendo habitual en él desde hacía mucho tiempo. Si no tenía nada que decir, consentía en darle la razón a Hilario, a la espera de que la conversación se terciase más interesante o de que callase por un rato.
— Pues la Remi — dijo Aniceto tras un rato de silencio — era poco dada a ir con gente ella sola, que lo sé yo. ¿Cuánto hace que murió?
— Dos años — respondió Hilario. — Pero no estoy de acuerdo con usted. Era de difícil arranque, pero una vez tomada la confianza, se echaba al monte y a lo que hiciera falta.
— Lo que le pasaba — interrumpió Aniceto — era que de joven, como todos, adolecía de la imprudencia de las muchachas. Era muy chica. También estuvo conmigo en la montaña y cuando se echó a llover y cayó un rayo a nuestro lado, ¡cómo se me agarraba! Era muy miedosa.
— Sí, me acuerdo de aquella tarde. — Hilario miraba pensativo a su contertulio. Padre le esperaba a usted en el chamizo de la finca, a cubierto, cuando los vio llegar. Nunca supe lo que pensaba. Estaba tan rígido y su semblante era infranqueable. Pero para mí que no lo aprobaba.
— ¿Y qué le iba a hacer yo? — Aniceto empezaba a sentirse nervioso. — La tormenta nos había pillado de improviso.
— Ya. — Hilario sonó irónico. — ¡Menuda zapatiesta tuvo con usted! Si no fuésemos hermanos, usted y yo, hubiera pensado que le despedía. Pero sí tuve la sospecha de que le desheredaba a usted. Por fresco.
— ¡Lo que le pasa a usted es que me tiene envidia por saber que la Remigia estuvo conmigo y no con usted! — Aniceto golpeó la mesa. — ¡Cómo te aprovechaste de que me llamaran a filas en la milicia! ¡Ahí me arrebataste a la Remi!
— ¡Pues se equivoca! — Hilario enrojeció con la ira. — Estuve todo el tiempo con Padre en el campo. Lo que pasó es que ella se me arrejuntó.
La tarde avanzaba y el sol no daba tan de lleno como antes. Habían pasado algunos minutos sin que ninguno profiriese palabra alguna. Hilario rompió el dilatado silencio.
— Aquel año no fue muy bueno. Acumulamos poca cosecha, pero nos apañamos. Los pequeños, a veces, demostramos más capacidad que los hermanos mayores para aguantar con la cruz que nos toca llevar. Y la Remi era muy libre de ir con quién quisiese. — Miró Hilario a su hermano, desafiante.
— Y por eso siguió usted con los negocios de la familia. — Aniceto estaba inflamado de reproche. — Con el campo y con la Remi.
— ¡Bueno, haya paz! — apaciguó Hilario. — De esto han pasado ya muchos años. Y al final, ninguno de los dos, ni usted ni yo, terminamos con la Remi. Es una disputa vieja que no lleva a nada más que al rencor.
— Es cierto, — asintió Aniceto. — Ambos nos casamos con otras mujeres y la Remi se fue con Faustino. Los tres estamos ahora viudos y más viejos que Matusalén. Con el tiempo estancado como la charca de atrás, donde crecen los renacuajos.
Ambos hombres guardaron silencio. Hilario dejó volar su imaginación. Siempre se sentía un niño cuado se encontraba ante su hermano mayor. Para él era como una fuerza de la naturaleza, un animal muy grande. Sí, un animal como un toro. No un animal más pacífico y grande. ¡Un elefante, sí! Y pocas veces como hoy había sentido su capacidad apaciguadora, su don para enfadar y calmarle en breves instantes.
Aniceto también estaba ensimismado, pero con la mente en blanco. Se fijaba en los detalles de la alacena que tenía a un lado su hermano. Unas puntillas deterioradas demostraban que en aquella casa hubo una vez un toque femenino, algo del pasado y que ya no será como antes. Todos los objetos almacenados tenían polvo, salvo los platos y vasos, que eran de uso diario. Catalina, la hija de Eloy, venía a cocinarles un día de cada dos y a limpiarles una vez por semana. Pero no hacía muy bien su tarea. Como no había nadie más dispuesto a venir a hacerse cargo de dos viejos, se conformaban con lo que tenían.
Sin quererlo, ambos hermanos cruzaron sus miradas. Por un leve instante sintieron cierta camaradería. Pero pronto se les apagó y se volvieron a ver como lo que eran. El niño y el elefante. La codicia de poseer más, de llevar las tierras y la casa lo mejor posible no valía. Había que ser más. Sino habrían fracasado, porque lo que querían era ya inalcanzable. Había que conformarse.
Y esa obligación les hacía humildes. Aún siendo parcos en sus formas, a la hora de trabajar actuaban como si les poseyera un entusiasmo infinito. Todo quedaba atrás si había tarea que hacer. Incluso sus hijos, que hacía años se habían ido a la capital y que solo les visitaban en verano, si les apetecía.
— Volviendo a lo de la Remi — dijo Aniceto — ¿pasó algo? Ya me entiende. Hubo algo.
— ¡No joda con eso! — Hilario despertó del letargo. — ¡No es asunto suyo! ¡Qué ganas de revolcarse en la mierda! Eso es el pasado. Ya está todo podrido, como la fruta pasada.
— Le voy a contar algo que no había dicho a nadie. — Aniceto habló con gesto grave. — Cuando llevaba siete años casada con la Tere me encontré con la Remi en el bosque. Iba allí para cazar y me cogió a mí. Se me acercó y me dijo que estaba harta de Faustino, que su vida era una mierda y que me echaba de menos. Que ningún otro hombre la hizo sentir como yo. Pues eso, eso me dijo.
— ¡Vaya! — Hilario no pudo decir más. Se quedó contemplando a su hermano. No daba crédito a lo que Aniceto había dicho, pero sabía que era verdad. Conocía el lenguaje corporal de su hermano mayor y daba por hecho que no le mentía. Sólo le ofendía que no hubiera decidido acudir a él. La había amado, en todos los sentidos, y no podía concebir ser un mal amante. Le dolía más ser uno de los “otros hombres” que el hecho de que su hermano fuese el elegido. Era un insulto.
— ¿Se acuerda usted de cuando le picó aquella serpiente a Padre? — Hilario cambió de tema. No podía seguir con la situación que estaba sobre la mesa. Lo mejor era la huída hacia delante.
— Sí, fue la mejor época. — Sonrió Aniceto. — Padre estaba en la cama, recuperándose de aquellos dolores que le provocaba el veneno. Y nosotros trabajábamos sin la obligación de hacer todo lo que nos mandaba Padre. La casa se llevaba bien sin tener que ir por la vida como nos obligaba a hacerlo día a día. Fueron un lujo de días. Es cierto.
— ¡Vaya, no me lo había dicho usted antes! — Hilario dejó escapar una risita hilarante. — Parece como si me estuviera dando todas las confidencias de su vida. Nadie se desnuda así a no ser que se vea en las últimas.
— Padre nos hizo mucho daño. — Aniceto apretó los dientes y frunció el ceño. La rabia salió por fin en esa tarde. — Nos jodió bien la vida. Algo pudimos hacer con la Tere y la Concha. Y nuestros hijos. Pero por lo demás, uno de los dos tendría que haber sido feliz con la Remi. Y Padre nos lo impidió. Volvamos a Remi. Siempre que podamos.
— ¡Pero ya está muerta! — dijo con enojo Hilario. — ¿Qué más da lo que pudo ser si no hubo posibilidad de llevarlo a cabo? Sigamos viviendo en nuestra inocencia, si queda algo de ella. ¡Es pestilente, indecente, regodearse como usted en el pasado!
Esta vez, Hilario sintió el poder de su hermano sobre él. Siempre que Aniceto quería, se tenía a su merced. Esa era la fuerza cierta de su hermano mayor. Le agarraba con sus fauces y sólo quedaba la posibilidad de apencar, de tragar con lo que su hermano de proveía. Había que joderse.
Hilario se sentía fatal, derrotado. Como si se hubiera hundido en la charca de los renacuajos.
— Bueno, me voy, — Aniceto se levanto. — Déme la llave que voy al granero. — Hilario le dio la llave — Esa puerta no puede esperar más. Nos van a robar si no hacemos algo. Hasta luego.
Aniceto salió de la habitación e Hilario le siguió con la mirada. Se sentía abatido, como si se hundiese en el mar. Se sentía atrapado en sus sentimientos. Es verdad que Padre había sido cruel y tiránico.
Aniceto, por el contrario. Se sentía feliz, al menos tranquilo. Había dicho lo que pensaba, lo que le rondaba desde hacía años. Se sentía radiante, como un pavo real. Le llamaron. Miró atrás y vio a su hermano que venía tras de él corriendo. Los sentimientos estaban a flor de piel. Ambos sentían la influencia que producían el uno en el otro.
La vida ya no les podía deparar nada nuevo, pero tendrían la constancia de perseverar. Serían hermanos y enemigos al tiempo. La constancia de convivir les llevaba adelante. Darían un paseo, como siempre. Pero tras arreglar la puerta. Serían como el viento cálido de agosto, sobre la cara de un niño que monta a lomos de un elefante, sabiendo que él dirige, pero el que anda es el paquidermo.
Relato para el Taller Literario del trece de marzo de 2008.
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