Nos adentramos en el corazón de un bosque milenario, donde los robles susurraban secretos al viento y los arroyos cantaban melodías eternas. Allí habitaba un singular pájaro carpintero que trabajaba de luthier, fabricando violonchelos. No era un carpintero común; sus picos no solo horadaban la corteza en busca de alimento, sino que también esculpían, con una precisión asombrosa, las maderas nobles para transformarlas en resonantes instrumentos. Su última obsesión era un violonchelo, cuya alma nacería de la madera de un añejo arce.
Un día, mientras el pájaro carpintero afinaba las últimas curvas del mástil, una imponente encina, testigo de siglos, movió sus ramas en señal de desaprobación. "Pájaro carpintero", bramó con voz profunda, "otra vez has silenciado a un hermano. Otro árbol caído para tu capricho sonoro."
El pájaro carpintero detuvo su labor y miró a la encina con una tristeza palpable en sus ojos de azabache. "Tienes razón, vieja encina. Comprendo tu dolor y lo comparto. La naturaleza crea vida, una explosión incesante de existencia que respira, crece y se renueva sin cesar. Mis manos, en cambio, solo crean remedos de esa vida. Estas formas de madera, estos artefactos, nacen de la muerte de algo natural."
La encina se mantuvo en silencio, sus hojas temblaban con el viento.
"Sin embargo," continuó el pájaro carpintero con voz más firme, "estos 'remedos' también tienen su propósito. Sirven para alegrar, para conmover, para dotar de un valor inmenso a las vidas de quienes los escuchan. Imagina este violonchelo en manos de un músico virtuoso. Sus cuerdas, antaño ramas, vibrarán con tal pasión que encandilará a todos, llenando sus corazones de alegría y belleza."
El pájaro carpintero suspiró, recogiendo una astilla de madera. "Lamento la pérdida del arce, te lo aseguro. Pero también he aprendido que la vida, tal como la conocemos, a menudo implica este tipo de intercambios. Para alimentarnos, necesitamos quitar la vida de otros animales o plantas. ¡Sería maravilloso no tener que dañar a ningún otro ser vivo! Pero si no lo hiciéramos, sencillamente, no existiríamos."
El pájaro carpintero alzó el violonchelo, aún sin cuerdas, como ofreciéndolo a lo alto de las ramas y hojas de la encina. "Hay algo más que me gustaría añadir, sabia encina. Aunque te parezca paradójico, es parte de nuestra propia naturaleza, la de los seres vivos, el hecho de crear cosas artificiales. Un nido de pájaro es una construcción artificial para albergar vida, una colmena es una obra de ingeniería, un dique de castor altera el paisaje. El artesano no crea naturaleza, crea artefactos. El escritor, con sus libros, no da vida, crea ficción. Sin embargo, todos nos enriquecemos inmensamente con estas construcciones, con estos artefactos, con estas ficciones."
La encina escuchó atentamente, sus ramas balanceándose suavemente, como asintiendo.
"Por eso," concluyó el pájaro carpintero con voz suave y llena de convicción, "aun siendo el arce sublime y maravilloso en su forma natural, este violonchelo, a su manera, también posee su propia grandeza. Es una creación, sí, artificial y efímera en comparación con la eternidad de un árbol, pero un objeto que en manos de un alma inspirada, puede tocar la fibra más profunda de la existencia, creando belleza y significado donde antes solo había madera."
Y así, el pájaro carpintero siguió con su obra, apesadumbrado por saber que el arce había dejado de existir por su culpa. Y la encina, que no iba a olvidar nunca al arce, comenzó a ver en las formas artificiales un eco, un reflejo, de la misma necesidad inherente a la vida: la de crear.
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