En un gallinero reinaba el caos más absoluto. Era un gallinero como pocos, un auténtico guirigay donde cada cual hacía lo que le placía. Los gallos, creyéndose los reyes del corral, intentaron imponer orden, pero su gallardía no sirvió de mucho. Las gallinas, más pragmáticas, tomaron las riendas, pero el desorden seguía siendo el amo y señor. Incluso los polluelos, con su inocencia e imaginación, fueron incapaces de poner remedio a aquella situación.
Desesperados, los habitantes del gallinero decidieron que necesitaban un líder fuerte y decidido. Y quién mejor que el astuto zorro para imponer disciplina. Con su mirada penetrante y su voz autoritaria, el zorro logró, en poco tiempo, que el gallinero se transformara en un lugar ordenado y eficiente. Cada gallina ponía sus huevos en el lugar correcto, los gallos cuidaban de la seguridad y los polluelos aprendían las normas de convivencia.
Todo iba bien hasta que un día, al zorro le entró el hambre.
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