Había una vez un pez corriente que creía ser el rey de todo lo que veía. Vivía en la habitación de un niño, en una pequeña pecera redonda, su reino, donde solo había un cofre como compañía que servía de hucha. Un niño cuidaba la pecera con esmero, la limpiaba y alimentaba al pececito. El pez, desde su privilegiada posición, observaba cómo el niño cuidaba su pecera y creía que todo giraba en torno a él.
Un día, el niño sacó el cofre de la pecera. Lo abrió y contó las monedas que había en él. Había alcanzado la cifra que precisaba para comprar algo que el pequeño deseaba desde hacía tiempo: un barco en una botella. Fue a la tienda a comprarlo ¡Era precioso! Pero cuando volvía a casa se dió cuenta de que no tenía sitio en la habitación donde ponerlo. Pensó y repensó hasta que encontró el lugar perfecto: el sitio que ocupaba la pecera que ahora no tenía la hucha-cofre y en la que sólo había un pez.
Con cuidado, el niño retiró la pecera y colocó la botella que contenía un barquito de madera en el hueco que había creado. Luego, cogió la pecera con el pececito y se dirigió al río. Allí liberó al pez en el agua. El pez, al sentir la inmensidad del río, se quedó atónito. A su alrededor nadaban cientos de peces, grandes y pequeños, libres y felices.
En ese momento, el pez se dio cuenta de lo equivocado que había estado. El niño nunca lo había considerado un rey, sino solo una mascota. Lo verdaderamente importante para el niño era su tesoro que le había permitido adquirir su nuevo juguete. Y así, el pez dorado se dió cuenta de que no siempre somos tan importantes como creemos. Ya tendría tiempo de aprender en su nuevo hábitat que la libertad es un tesoro mucho más grande que cualquier reino de cristal.
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