En la soleada granja, vivía un niño llamado Miguel, hijo de un granjero llamado Antonio. Un día, mientras exploraba los campos, Miguel descubrió un nido de perdiz escondido entre las hierbas. Con gran curiosidad, se acercó para observarlo y, sin pensarlo dos veces, cogió uno de los huevos.
Al regresar a casa, Miguel mostró su hallazgo a su padre, quien inmediatamente se enfadó. "Hijo mío", le dijo Antonio, "has cometido un grave error. Al tocar el huevo, has dejado tu olor humano en él. La madre perdiz ya no lo incubará, y el polluelo no nacerá."
Miguel, entristecido por sus acciones, decidió enmendar su error. Con cuidado, colocó el huevo en el gallinero, entre la paja y las gallinas. Su esperanza era que alguna de ellas, con su instinto maternal, sintiera compasión por el huevo abandonado y lo incubara.
Y así fue. Una gallina clueca, llamada Blanca, se fijó en el huevo solitario y, con un gesto de bondad, lo acogió bajo sus cálidas plumas. Días después, para la alegría de Miguel, el huevo eclosionó y nació un pequeño polluelo de perdiz, al que llamaron Perdigón.
Blanca, con su corazón maternal, cuidó de Perdigón como si fuera su propio hijo. Le enseñó a picotear el grano, a refugiarse del frío bajo sus alas y a reconocer los peligros del gallinero. Perdigón creció sano y fuerte, aprendiendo de su madre adoptiva todo lo que necesitaba saber para sobrevivir.
Con el paso del tiempo, Perdigón se convirtió en una hermosa perdiz. Sus alas eran fuertes y sus plumas brillaban con colores dorados. Sin embargo, a medida que crecía, una pregunta comenzaba a rondar su mente: "¿Cómo puedo volar si mi madre gallina no lo hace?"
Un día, Perdigón se acercó a Blanca y, con timidez, le preguntó: "Madre, ¿me enseñarás a volar? Mis alas anhelan surcar el cielo, pero no sé cómo hacerlo."
Blanca, conmovida por la petición de su hijo adoptivo, sintió una mezcla de orgullo y tristeza. Ella no era una perdiz, y no sabía cómo enseñarle a volar. Sin embargo, no quería desilusionarlo. "Hijo mío", le dijo con voz suave, "dame un día para prepararme. Mañana te enseñaré todo lo que sé."
Durante ese día, Blanca observó con atención a las demás aves voladoras. Vio cómo extendían sus alas, cómo planeaban en el aire y cómo ascendían hacia las nubes. Con gran esfuerzo, Blanca asimiló los movimientos y las técnicas que observaba, y se preparó para transmitirlas a su hijo Perdigón.
Al día siguiente, Blanca y Perdigón se reunieron en un claro del campo. Con paciencia y dedicación, Blanca le enseñó a Perdigón a batir sus alas, a controlar el viento y a elevarse del suelo. Perdigón aprendía con entusiasmo, poniendo todo su empeño en dominar el arte del vuelo.
Tras días de entrenamiento concienzudo, Perdigón finalmente logró su objetivo. Con un poderoso impulso, se elevó del suelo y voló por primera vez. La alegría lo inundó, y por un momento, olvidó todo lo demás. Al regresar a tierra, se posó junto a Blanca y le dijo con emoción: "¡Madre, he volado! ¡He logrado volar!"
Blanca, con lágrimas en los ojos, lo miró con orgullo. "Hijo mío", le dijo, "tu éxito es mi mayor alegría. Aunque vengas de un huevo que yo no he puesto, te he dado todo mi amor y mi apoyo como sólo una madre sabe hacer con su hijo. Y lo más importante, te he enseñado a volar, no solo con tus alas, sino también con tu corazón."
En ese instante, Perdigón comprendió la profunda verdad que escondían las palabras de Blanca. A pesar de no ser una madre de su especie, Blanca le había dado la vida, el amor y la educación que necesitaba para convertirse en un adulto independiente. Y aunque no podía acompañarlo en sus vuelos por el cielo, siempre estaría presente en su corazón, guiándolo con su sabiduría y su cariño.
Con un abrazo lleno de gratitud, Perdigón y Blanca sellaron su vínculo único, un vínculo que trascendía las barreras de la especie y se basaba en el amor, la comprensión y la aceptación. A partir de ese día, Perdigón emprendió su propio camino, volando por los cielos con la libertad de un ave y llevando en su corazón el recuerdo y el amor de su madre gallina, la gallina que le enseñó a volar.
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