En lo alto de una escarpada montaña, vivía una cabra montesa, conocida por su tenacidad y espíritu aventurero. Junto a su rebaño, disfrutaba de una vida tranquila, pero su mirada siempre se perdía en la majestuosa montaña que se alzaba en el valle. Su cumbre, envuelta en misterio, la llamaba con una fuerza irresistible.
Un día, la cabra decidió emprender el ascenso. La montaña, altiva y engreída, se burló de ella: "¡Jamás llegarás a mi cima, pequeña cabra! Soy demasiado grande para ti". Pero la cabra, recordando las sabias palabras de su madre, respondió con calma: "Hasta las más altas montañas temen a quien camina despacio".
Y así, la cabra comenzó su arduo viaje. La montaña, enfurecida, desató su furia: vientos huracanados, tormentas torrenciales, desprendimientos de rocas y laderas traicioneras. Pero la cabra, con paciencia y determinación, siguió adelante, paso a paso, sin rendirse.
Finalmente, tras días de esfuerzo, la cabra alcanzó la cima. La montaña, resignada, admitió su derrota. Pero, en un último intento por humillar a la cabra, le dijo: "¿Y ahora qué, pequeña cabra? Has alcanzado tu meta, tu vida será vacía y aburrida".
La cabra, con una sonrisa sabia, señaló hacia otra montaña, que resultaba ser más baja, que se alzaba en el horizonte. "Allí", dijo, "dicen que las vistas son aún más hermosas que las que se disfrutan desde aquí. Y no pienso perdérmelas".
La montaña, perpleja, no entendía. ¿Por qué una cabra que había conquistado la cima más alta, querría ir a una montaña más pequeña?
La cabra, con una mirada profunda, respondió: "No se trata de alcanzar la cima más alta, sino de disfrutar del camino y de las maravillas que el mundo nos ofrece. Siempre habrá nuevas aventuras, nuevos horizontes por descubrir".
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